La entrada del bullicioso Puerto Viejo de Marsella en Francia está protegido por dos fortalezas impresionantes, el Fuerte de San Juan y el de San Nicolás, construidas en el reinado de Luis XIV en el Siglo XVI. Aunque el rey Sol justificó su construcción para fortalecer las defensas de la ciudad frente a los múltiples peligros que acechaban desde el Mar Mediterráneo, en realidad orientó los baluartes de tal forma que controlaban más a la propia ciudad y sus habitantes, notoriamente díscolos con la monarquía francesa.
No sorprende pues que Marsella se entusiasmara con la Revolución Francesa y que en 1792 un grupo de voluntarios caminara desde la ciudad portuaria hasta París, cantando una recién compuesta canción de guerra que terminaría convirtiéndose en el himno nacional: “La Marsellesa”. La República, basada en los sacrosantos conceptos de Libertad, Igualdad y Fraternidad, supuso una auténtica revolución en una Europa compuesta por Estados absolutistas que desconocían el concepto de ciudadanía. En el potpurrí de miniestados germánicos antes de la creación del Estado alemán, por ejemplo, los judíos gozaron de plenos derechos por primera vez bajo Napoleón.
Francia siempre ha sido muy radical en la interpretación de esa idea republicana, especialmente en cuanto al laicismo absoluto del Estado. Hoy la “Grande Nation” está viviendo quizás su mayor crisis de identidad desde finales del siglo XIX. La convivencia de la población de origen musulmán, en su mayoría procedente de las antiguas colonias en el Norte de África, está resultando un desafío enorme ante una islamofobia creciente que se nutre de la llegada de refugiados y, sobre todo, de los atentados terroristas de los últimos tiempos.
Los estados suelen recurrir a dos formas para garantizar la cohesión de sus sociedades. Una es la vía identitaria, la patria compuesta por gente de la misma raza, lengua y religión. Y la otra es la vía republicana (en el sentido primigenio ideado por griegos y romanos), donde existe una ciudadanía con derechos y obligaciones iguales para todo el mundo. Pero en la Francia actual, que deberá elegir nuevo presidente de la República entre abril y mayo, los valores republicanos cotizan muy a la baja.
Salvo que los socialistas consigan articular un proyecto ganador, la carrera probablemente se decidirá entre Marine Le Pen del ultraderechista Frente Nacional y François Fillon, del partido conservador rebautizado como “Los Republicanos”. Un republicanismo más bien retórico en ambos casos: Los dos candidatos comparten un discurso de mano dura contra la inmigración y el islam, y una defensa a ultranza de la familia católica. Mientras Le Pen promete proteger a los trabajadores franceses –blancos, se entiende–, Fillon opta por un neoliberalismo económico que reduce el Estado a su expresión mínima siguiendo el ejemplo de su idolatrada Margaret Thatcher y su ominosa frase de que no existe tal cosa como la ‘sociedad’. Libertad, Igualdad y Fraternidad no casan muy bien con sus programas.
@thiloschafer