A pesar del paso del tiempo y de los aires progresistas que imprime la modernidad, la nuestra sigue siendo una sociedad feudal, en la que los honores, puestos y reconocimientos se heredan, al mejor estilo de una monarquía. Para que una persona logre alcanzar representatividad, el mérito propio es la excepción, cuando debería ser la regla general. En Colombia hay una serie de élites que se creen por encima de todo y que consideran que tienen un derecho ‘divino’, adquirido que los hace superiores al resto de los mortales.
Si hay una familia que represente ese estilo de aprovechamiento y ventajismo es la de los Galán Pachón. Desde que Luis Carlos Galán, el líder del Nuevo Liberalismo, fue asesinado por los ‘extraditables’, su viuda, hermanos, vástagos, cuñadas y todo aquel que haya tenido parentesco con el caudillo, hasta en un sexto grado de consanguinidad, han pelechado del Estado sin más pergaminos que el ADN en común con el inmolado político.
El asesinato de Galán nos ha costado mucho a los colombianos, y no me refiero a la pérdida moral, sino al exorbitante gasto en recursos públicos, que ha significado mantener a su numerosa familia en posiciones privilegiadas de la estructura estatal: embajadas, consulados, ministerios, consejerías, Congreso y ahora, para acabar de completar, contratos multimillonarios que solo se les pueden adjudicar a dedo a los miembros de ese ‘selecto’ grupo.
El valiente y acucioso periodista Norbey Quevedo publicó en El Espectador un informe sobre el divorcio del senador Juan Manuel Galán, y se le vino el mundo encima, pues nadie puede cometer la osadía de señalar a ‘los intocables’. Carlos Fernando, también senador (se dan el lujo de ser congresistas por distintos partidos), salió en defensa de su hermano y tildó de irresponsable al curtido comunicador. La verdad es que Quevedo no hizo una crónica social o farandulera, como quisieron los Galán hacerlo ver: lo que quedó en evidencia con esa publicación es que, posiblemente, Juan Manuel Galán utilizó sus influencias con Cristina Plazas, directora del ICBF, para que la solicitud de custodia que hizo sobre sus hijos se tramitara en tiempo récord.
Pero no solo son los puestos o el uso indebido del poder, también hay grandes contratos. Los Galán tienen una ‘fundación’ dirigida por Maruja Pachón, que ha firmado acuerdos con el Departamento Administrativo para la Prosperidad Social, entidad adscrita directamente a la Presidencia de la República, por la bicoca de $114 mil millones, en los últimos dos años; contratos que tienen por objeto desarrollar distintas actividades de capacitación y que, como era de esperarse, los mismos fueron entregados sin que mediara licitación pública. Como lo señaló acertadamente el periodista Juan Carlos Pastrana: “Los recursos entregados por el gobiernos a la fundación Galán equivaldrían al 60% de la inversión anual de Colombia en ciencia y tecnología”. ¡No hay derecho, qué desfachatez!
Los Galán no tienen límites y van por todo. Acaban de sacar del Consulado General de París a Daniel García Peña, e hicieron nombrar ahí al menor del clan: Claudio. Carlos Fernando se cree el dueño de Bogotá y está haciendo todo lo posible para ungir a un candidato de sus afectos para la Alcaldía, y en ese proceso está tratando de cerrarle el camino a Rafael Pardo. En fin, creo que los Galán son la antítesis de su padre.
¿Hasta cuándo seguiremos los colombianos, subsidiando de nuestros bolsillos los caprichos y costosos gustos de los hermanitos Galán? Hasta donde sé, ni ustedes ni yo, mis queridos lectores, matamos a Luis Carlos Galán, no podemos responder por eso, y, sin embargo, nos ponen a pagar por ese crimen.
La ñapa: ¿Qué pasó con la candidatura a la gobernación del Atlántico de Guillo Polo? ¿Por qué salió corriendo? Es hora de que aclare y dé la cara.
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