El caso de Alberto Iglesias, excónsul de Colombia en República Dominicana, acusado de abuso sexual de menores, pone una vez más sobre el tapete, como un vómito, un tema acerca del cual esta sociedad suele guardar un sospechoso silencio cómplice. Quizá porque doscientos mil menores son violados anualmente en Colombia (Informe Fiscalía General de la Nación), de cinco a seis violaciones de infantes ocurren diariamente en Bogotá y cada dos minutos un niño es abusado sexualmente en nuestro país, donde todo diálogo de paz debería hablar de ellos, de los niños, no de los adultos esquizoides y abusadores de ambos bandos.
En la tienda, observa cómo miran no pocos señores de más de cincuenta años a los menores de edad, de uno u otro sexo, que tienen la desgracia de pasar frente a sus ojos, y ruega que no vaya a pasar una hija tuya. Escucha con qué jactancia obscena, de pésimo gusto, narran sus aventuras sexuales con niñas o niños. No se formaron en la sensibilidad: sentirse uno mismo, sentir al otro, sentir al mundo, fundamento de todo sistema de valores que merezca ser llamado humano, no el discurso, no la parla, que es collar de perlas engastadas de la esquizofrenia nacional. Pero nuestros “viejos verdes” jactanciosos resultan tan sensibles como una lija de fachada: son unos monstruos, pero no lo saben.
Cosa digna de espanto la moral de una sociedad cuyos miembros aplauden, solazados, la confesión de un delito de lesa humanidad, que es lo que está haciendo el “viejo verde” de la tienda, quien se supone narrador erótico. Porque eso es abusar sexualmente de un menor de edad. Me importa un pepino que me llamen “moralista”. Es más grave, más aterrador, más inhumano llevar a cabo la apología de ese tipo de conductas, según las cuales como que es muy divertido echarle a perder la vida entera a un niño, o una niña, porque el macho falocrático, viejo, flácido y arruga’o, que se cree un galán, adolece de urgencias sexuales incontrolables. Debió ser un niño abusado.
Pero no hablamos de eso. No nos gusta, nos produce alergia, una roncha ética endemoniada, hablar de nuestra responsabilidad como sociedad civil cómplice del abuso de menores. El ojo no mira pa’ dentro. Hablamos de Uribe y de Santos, de Iglesias, que es tan “malo”, cuando no resulta para nada distinto a no pocos señores, mayores de cincuenta años, que están sentados en la tienda de la esquina, y cuyas miradas libidinosas, cuando pasan menores de edad, son muy parecidas a las de Iglesias, por cierto.
Quién va a querer hablar de eso. Pero forma parte definitiva de la trama intrincada de nuestra violencia secular como colombianos. Y también forma parte de lo más abyecto de la historia del paso del ser humano por la Tierra. Violados, torturados y asesinados, a los niños no los narran en la historia, apenas si ahora existen. Ginebra y la ONU son recientes. Porque los niños abusados no escriben columnas, ni los columnistas escriben sobre ellos, hay que hablar en nombre de su humanidad lesionada, para que nuestra historia no siga soltando ese hedor nauseabundo que es el abuso sexual de menores.
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