El pasado domingo, el denso telón de la noche se encargó de cerrar, en la plaza de la Paz, la octava edición del Festival Internacional de Poesía en el Caribe, PoeMaRío, el encuentro anual de poetas que desde 2008 se celebra en Barranquilla bajo la capitanía entusiasta de Miguel Iriarte. “El barco se encuentra anclado sano y salvo, su viaje concluido y terminado”, parecieron decirle con Walt Whitman los fieles allí presentes.

Que eran bastantes: poco más de 50 personas, cantidad que resulta exitosa para la poesía, arte de público minoritario donde las haya. “A la minoría, siempre”, reza la famosa dedicatoria puesta por Juan Ramón Jiménez, con altanero orgullo, en su Antolojía poética de 1922.

A este respecto, debo contar, por ejemplo, algo que sucedió durante el recital que se cumplió el jueves 23 por la tarde en La Cueva. La organización puso a circular entre el auditorio una hoja para que cada quien escribiera en ella su nombre y otros datos personales; cuando me llegó a mí –que era uno de los últimos–, leí por curiosidad la lista de los nombres hasta entonces registrados y me di cuenta de que, salvo dos o tres excepciones, éstos correspondían a poetas de la ciudad que yo conozco o a poetas visitantes que figuraban entre los invitados al Festival. Entonces tuve la sensación de estar asistiendo al rito de una suerte de logia o de orden mistérica.

Pero eso no me aguó la fiesta. La fiesta, además, estaba demasiado buena para dejarse estropear incluso por algo así: quienes estaban leyendo esa tarde-noche eran, en realidad, un grupo de espléndidos poetas, que, a más de ello, parecían haber escogido para el recital la flor y nata de su trabajo. Recuerdo, en particular, al uruguayo Rafael Courtoisie, al venezolano Rafael Arráiz Lucca y a los colombianos Robinson Quintero Ossa y Juan Felipe Robledo. En el turno de Arráiz Lucca, aproveché un momento de indecisión suya entre un poema y otro, y alcé la voz para decir: “He muerto”. El poeta levantó la mirada con una expresión de asombro; captó de inmediato, por supuesto, que me refería al poema “Cuatro” de su libro Plexo solar (2002) y, tras explicar que su lectura le afectaba porque recreaba allí el deceso de su padre, fue largando con una entonación impecable los 71 versos de un poderoso canto luctuoso que pasa de los signos fisiológicos de la agonía y la muerte a la epifanía borgiana en virtud de la cual el finado descubre las claves de su ser.

Aparte de las audiciones líricas, en esta ocasión, y por tercer año consecutivo, PoeMaRío dio albergue a la Feria de la Lectura, que, organizada por la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, le inyectó por cinco días una nueva vida a la plaza de la Paz con sus quioscos de libros. Fue en ese espacio donde justamente se celebró el recital de clausura, bajo los robles morados y los tamarindos. El ambiente era tan propicio que, más de una vez y con su voz rumorosa, la brisa se animó también a recitar.