Cada nuevo niño wayuu muerto por desnutrición es un recorderis de los profundos y complicados problemas sociales que todavía tiene por resolver Colombia, y que sin embargo tienden a quedar al fondo de otras discusiones y situaciones que concentran con mayor ahínco la indignación de la opinión pública nacional.
Un solo caso debería ser motivo suficiente de preocupación, en la medida que sean verdaderamente serias las intenciones de hacer de este un país equitativo y moderno. La cifra, lamentablemente, excedió lo razonable desde hace mucho. Ya son 28 los niños víctimas del hambre este año en La Guajira, y hay dos más que están hospitalizados.
Parece mentira que estemos hablando del mismo departamento que alberga dos de los sitios recomendados por la reconocida revista estadounidense de moda Vogue para conocer en el país, por la belleza natural de sus desérticos parajes. Parece mentira que se trate de la misma tierra que sirve de escenario para lucrativas operaciones de minería y exploración de hidrocarburos.
Pero es verdad. Y quizá lo más preocupante sea recordar que allí mismo, también, la Fiscalía investiga la violación de 38 niñas wayuu. Varios de los capturados en el proceso eran familiares de las víctimas. Es otro síntoma alarmante de la tragedia que palpita en las entrañas del departamento.
El pueblo guajiro merece un mejor porvenir y una mayor solidaridad. Permanece inacabada la labor de descifrar cabalmente los orígenes y las causas del drama humanitario, así como han sido insuficientes los esfuerzos para intervenirlo de manera eficaz.
La noticia de niños muertos no puede convertirse en paisaje, por más recurrente que sea. Cada vez es necesario volver a insistir. Muchos aciertan en establecer una relación directa con las informaciones de corrupción que también emergen con frecuencia desde La Guajira. Escándalo tras escándalo queda demostrado que ha faltado transparencia en el manejo de diversos recursos y programas, los cuales probablemente habrían podido incidir en que el panorama fuera hoy mejor. Está sobrediagnosticado.
Pero entonces se vuelve imperativo preguntarse qué hace falta para detener la situación, para que los niños no sigan muriendo de hambre y se les pueda garantizar los mismos derechos que cobija a la mayoría de sus compatriotas.
Vale la pena revisar hasta dónde ha faltado una mayor voluntad política para tomar el toro por los cuernos. Los esfuerzos liderados por el Gobierno Nacional y los administradores locales requieren de una rigurosa continuidad y un acucioso examen.
No puede ser que haya que acostumbrarse a que niños mueran de hambre, como una condena irremediable. Eso es una inequívoca señal de que algo sigue sin cuajar en el funcionamiento del Estado.
Hace poco mencionábamos en este espacio editorial que la paz empieza por los niños. Será en ellos que se consolide una posible terminación del conflicto, lo cual hace tan importante velar por sus derechos. Pero no solo los niños de una parte del país o de un bando, sino todos. Y eso debería incluir de manera prioritaria a los wayuu en La Guajira, que siguen perdiendo la guerra contra el hambre y la corrupción.