Como un hecho positivo tenemos que registrar el espaldarazo dado por el Alto Consejero Presidencial para la Prosperidad, Samuel Azout, a la tarea de contrarrestar el riesgo de que desorientados jóvenes formen parte de peligrosas pandillas juveniles existentes en nuestro medio.
Nada más en Barranquilla han sido identificadas 31 pandillas, cada una de las cuales tiene en promedio diez integrantes en edades que van desde los 11 hasta los 24 años. Se reúnen con sus ‘parches’ a consumir alcohol, drogas y a planear actividades delictivas entre las que se encuentran manejar el microtráfico de estupefacientes del barrio, extorsionar a comerciantes del sector y asaltar a desprevenidos transeúntes, enfrentándose eventualmente con pandillas de otros barrios.
Por eso se hace oportuno el impulso dado desde la Presidencia de la República por el Alto Consejero específicamente al plan piloto que adelanta la Gobernación del Atlántico y la Fundación La Verdad de resocializar a 35 jóvenes del barrio La Luz, los cuales entregaron sus armas para desintoxicarse, capacitarse y reintegrarse socialmente, y de esa manera emprender un nuevo rumbo en sus vidas. Dentro de este proyecto, modelo a nivel nacional, esos jóvenes serán apoyados por el Sena, el ICBF y el Banco Agrario para formar microempresas juveniles con las cuales subsistan en su reingreso social.
En igual sentido este proyecto modelo se une al acertado accionar en nuestra ciudad por parte de la Policía Metropolitana a través del programa institucional ‘Jóvenes a lo bien’, que está intentando resocializar a 350 jóvenes pandilleros procurando hacer que se alejen de la vida delictiva a través del deporte y el aprendizaje de actividades productivas.
Lamentablemente, de no darse intervenciones públicas como estas, el paso siguiente en la deplorable evolución de estos jóvenes, hasta el momento discapacitados socialmente, es formar parte de peligrosas bandas delincuenciales que azotan cualquier sitio de la ciudad mediante el sicariato, el asesinato en los robos a mano armada y el tráfico de drogas a mayor escala, asumiendo como suyo la cultura de la violencia como un estilo de vida.
Capítulo aparte son las pandillas juveniles, conocidas como barras bravas, y cuyo campo de acción son, en especial, los escenarios futbolísticos. Para combatir las mismas, las autoridades, con el objetivo de implantar una nueva cultura futbolística en los estadios del país han tomado en el presente año diversas medidas con fines de fortalecer la seguridad y el orden público dentro y fuera de los terrenos deportivos.
Pero lo más sorprendente es que se sigan presentando grotescas situaciones como las escenificadas horas después del último y concurridísimo clásico Junior-Nacional en que fue salvajemente golpeado por pandillas un hincha barranquillero que tenía camiseta del equipo antioqueño. Lo anterior, no obstante haberse sancionado en mayo pasado la llamada Ley del Fútbol contra las Barras Bravas, la cual determina que el hincha que atente contra la vida de alguien, con arma de fuego, arma blanca o artefactos explosivos, o que intente ingresar dichos elementos o estupefacientes, o que dañe la infraestructura deportiva, pública, residencial o comercial tendrá sanciones económicas millonarias y hasta pena de cárcel de cinco a diez años.
Esta legislación ha sido reforzada con decretos que expiden las autoridades distritales horas antes de los llamados clásicos entre archi-enemigos rivales deportivos, en los que se prohíbe el ingreso al estadio a aficionados del equipo visitante a fin de evitar los encarnizados enfrentamientos con alto saldo de heridos y contusos. Pero lo que se ha visto es que estas sanas medidas, que en gran parte son importadas de otros países, han tenido un efecto búmeran al trasladarse los violentos encontrones a los alrededores de los estadios y hasta a las carreteras, con similar número de damnificados.
En esto de las pandillas que conforman las barras bravas las leyes y decretos están sancionados, pero hay que ponerlos en ejecución con drasticidad por parte de las autoridades civiles, militares y deportivas, las cuales muchas veces centran su interés y responsabilidad en estar atentas a garantizar el orden y la seguridad al interior de los estadios, descuidando el deleznable espectáculo que se está viviendo fuera de los escenarios deportivos.
Vale la pena apoyar vigorosamente todos estos loables intentos de prevenir mediante políticas públicas claras y propiciar mediante concretos programas la resocialización y desarme de la población juvenil involucrada en delincuencia, drogadicción y en actos de violencia ya sea social o deportiva. Con ello se garantiza la reducción a futuro de los niveles de inseguridad y violencia existentes en nuestras ciudades.