Este 3 de mayo se conmemora el Día Mundial de la Libertad de Prensa, fecha proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1993 para reconocer los principios de este derecho fundamental, evaluar la situación en la que se encuentra por cuenta de amenazas o ataques contra periodistas, editores y medios de comunicación, y rendir homenaje a quienes, en el ejercicio de su labor, sufren persecución o han sido asesinados. No se trata de una celebración porque no hay nada que festejar.

Con impresentable descaro, la violencia contra los periodistas se recrudece, ejecutándose ahora desde distintos planos, en los que se apunta hacia los mismos propósitos siniestros: atentar contra sus vidas para silenciarlos o desacreditar su trabajo, liquidando o cancelando su reputación y respetabilidad a través del asedio digital. Sórdida respuesta del creciente sectarismo político o ideológico hacia quienes ejercen su derecho de expresión, exponiendo públicamente opiniones distintas.

Inequívocamente son desafíos a vencer para asegurar el acceso a la información como un bien público, al igual que su utilidad como un recurso para todos. La libertad, la independencia y el pluralismo de la prensa están sometidos de manera permanente al escrutinio público y, sin duda, es lo correcto porque somos un instrumento imprescindible en el funcionamiento de las sociedades democráticas.

Sin embargo, es intolerable que las expresiones de odio contra los periodistas, en especial contra las mujeres que desempeñamos esta profesión –y doy absoluta fe de ello– nos conviertan en víctimas de violencia en línea o en objeto de acoso y ataques por quienes amparados en la escasa regulación o inexistentes mecanismos de control de las redes sociales actúan con total impunidad.

Pese a los llamados de la Unesco y de organizaciones de prensa, la falta de transparencia de las plataformas digitales continúa poniendo en jaque el respeto de la libertad, privacidad y seguridad de los periodistas. No es sostenible subestimar por más tiempo los enormes riesgos que esta situación trae consigo para el ejercicio de una prensa libre, por lo que se hace cada vez más urgente, como se ha insistido en los últimos años, que se establezca una nueva configuración digital que frene la desinformación, estigmatizaciones y discursos de odio que se extienden sin más.

Combatir estos peligrosos escenarios que distorsionan la calidad del debate público colectivo tiene que ser un compromiso de las empresas tecnológicas, como también lo debe ser proteger la libertad de expresión.

La proliferación, amplificación y promoción progresiva de contenidos potencialmente nocivos en el ámbito digital –como indica la actualizada Declaración de Windhoek sobre la información como bien común– o la cibervigilancia de programas espía, inteligencia artificial y piratería informática, según el informe sobre tendencias en la seguridad de la prensa elaborado por la Unesco, no son los únicos riesgos que amenazan la libertad de expresión en la actualidad.

Las plataformas tecnológicas también tienen contra las cuerdas la viabilidad de los medios, como nunca antes. Si su modelo de negocio no es sostenible económicamente, muchos de ellos, en particular los más pequeños, se debilitarán y dejarán de existir, lo cual será un duro golpe para la pluralidad informativa y en últimas, para la democracia.

Lograr remuneraciones justas y razonables por los contenidos que generan merece una discusión al más alto nivel para encontrar eco en los gigantes tecnológicos que siguen sin entender la importancia del acceso a contenidos confiables y veraces, como los que ofrece el periodismo que sí es sujeto a rendición de cuentas. Sin esta mínima exigencia, aumentará la desconfianza y la desinformación que polariza a las audiencias digitales por las incontables falsedades que circulan por doquier.

La producción de información de interés público, esencia del periodismo, exige permanecer libre de apropiación o influencias distorsionadoras. Gobiernos y congresos no pueden pretender amordazar este ejercicio con leyes o normas que restrinjan el acceso y la cobertura informativa, estigmaticen o acosen judicialmente a periodistas y medios de comunicación.

La intimidación, el fomento del miedo o las detenciones arbitrarias no solo socavan derechos individuales, también atentan contra la libertad de expresión y prensa como un bien público. De su respeto y la comprensión de los problemas que aquejan al periodismo dependerá que el ‘perro guardián’ de la democracia siga ladrando.