“Por allá apareció otra también que le dieron un tiro en el ojo y la dejaron en la carretera desnuda, y el sol la quemó toda hasta que la piel se le embolsó. Y cualquiera encontraba un muerto así, en la orilla de la carretera”.
El relato es de un hombre adulto de Sucre y fue recogido en noviembre de 2010 por el Grupo de Memoria Histórica, GMH, de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, CNRR, para el informe ‘Mujeres y Guerra: víctimas y resistentes en el Caribe colombiano’, que se presentó anoche en la capital del país.
Uno de los capítulos más impactantes del ya de por sí impresionante documento de 400 páginas sobre los 64 casos de violencia sexual que se ejerció contra las mujeres en el Caribe, sobre todo, a manos de grupos paramilitares entre 1997 y 2005, es el de los castigos, que iban desde “amenazas, trabajos domésticos y/o rurales forzados, privaciones menores y castigos físicos leves, hasta violencia sexual, humillaciones públicas, torturas, desapariciones y homicidios”.
Los comandantes castigaban o mandaban castigar las dinámicas sociales que ellos consideraban reprobables. Contra las mujeres había dos tipos de sanciones: la impartición de oficios y trabajos y los que eran sobre el cuerpo de ellas.
En los primeros, los paramilitares les imponían oficios a las mujeres cuando se enteraban de maltrato intrafamiliar, discusiones con el esposo, infidelidades, chismes y peleas con los vecinos. Algunas eran obligadas a barrer el parque, las calles o la iglesia, llevando sobre sí unos carteles en los que se leía el porqué del castigo. Si la víctima o su familia tenían dinero, el castigo se podía evitar.
Además, siempre eran sancionadas, sobre todo, las mujeres adultas, casadas y con hijos: “las sanciones eran siempre encaminadas a humillar”.
Otras veces, las mujeres debían ir a los campamentos de los paramilitares, donde duraban hasta una semana. “Las ponían a coger ají o a echar agua (…). Las ponían a lavar uniformes, a cocinar (…). Y cuando ellas regresaban lo que narraban era a lo que habían sido sometidas en esclavitud doméstica, no narraban la otra cosa… no narraban la esclavitud sexual”, contó una funcionaria pública de Sincelejo.
Una víctima sucreña narró que “si tú te peleabas conmigo porque me torciste los ojos, porque me pellizcaste al niño, las dos éramos castigadas, las dos teníamos que pagar una sanción, y todo era económico, y si no tenías cómo pagar, ya viene la otra parte (…) o a veces las dos tenían que pagar económicamente pero a su vez tenían que pagar físicamente”.
El segundo tipo de sanciones las aplicaban también a las trabajadoras sexuales, como lo relató a la CNRR una mujer de Sucre: “(…) mataron una que era por allá de un pueblo de Córdoba. A esa le cocieron la boca con alambre, y apareció muerta, desnuda, amarrada”.
A las prostitutas no les impartían los castigos de manera pública y, por ejemplo, en el caso anterior, “implicó su detención y ocultamiento. Tal ocultamiento terminó cuando los paramilitares las dejaron al lado de la carretera en estado de desnudez, exhibiendo las heridas que éstos les causaron (…). La ‘sutura’ en la boca puede estar indicando o el castigo por haber comunicado algo a otros o el castigo por no comunicar algo de ellos”, explican los investigadores.
A Marco Tulio Pérez, alias El Oso, excomandante del Frente Canal del Dique, también le decían El Golero “porque se comía todo lo que fuera: maluca, mueca, todo lo que se le pasaba por el frente. Toda mujer que discutiera, o pagaba la multa, o se la llevaba”, contaron líderes comunitarios de Sucre.
Un poblador comentó, además, que El Oso “a las mujeres se las llevaba a lavar y a abusarlas. Tenía un hombre gordísimo al que le daba las que a él no le gustaban”.
Documenta la Comisión que este ex jefe paramilitar tenía un espacio específico dentro del campamento, donde violaba a las mujeres que tenía castigadas: “se trataba de un cuarto oscuro, sucio y pequeño que tenía el suelo de tierra (…). Este lugar no estaba amueblado en absoluto ni disponía de servicios sanitarios”, donde la víctima permanecía encerrada bajo llave y estricta vigilancia.
Una funcionaria sincelejana comentó al respecto: “te tengo ahí desnuda, tres días, ¡qué humillación!, de ser o estar ahí como perros… sin poderse asear a sí misma”.
Una de las mujeres víctimas de esta atrocidad, cuando asistía a rendir sus declaraciones en la Fiscalía sobre la violencia sexual de que fue víctima, sufría de graves hemorragias vaginales. Otras cuentan que quedaron embarazadas allí y que sus pequeños hijos “cogieron sustos” y tienen ahora problemas sicológicos y físicos.
Ahora no caminan igual
En el terrorífico capítulo se describe que la mayoría de líderes de las AUC preferían mujeres jóvenes, de 17 a 25 años, blancas, a quienes “si les gustaba, se la tiraban bajo el brazo y se la llevaban. Venían aquí y decían: ‘a la noche necesitamos a su hija’. A las niñitas que ellos les provocaban se las llevaban y allá las agarraban de mujeres”, narró un poblador.
Una de las muchas e indecibles consecuencias indirectas de esta barbarie que tuvo como escenario numerosos pueblos del Caribe, la describe una funcionaria de Sincelejo: “ya hoy en día las muchachas no caminan igual a como caminaban hace tiempo. Una muchacha me decía: mira, la mujer negra tiene un caminado como bailando, cuando camina, cuando vende. Ese es un movimiento natural, va ahí dentro, pero ya las mujeres del pueblo no tienen esa actitud”.
Por Tomás Betín Del Río
Bogotá