De manera recurrente los hechos nos demuestran que Colombia, al margen de quien la gobierne, es un país de injustificables excesos y brutales contrastes. Bastante descorazonador por donde se mire. En vez de estar hablando acerca del devastador incendio que acabó con la vida de una joven madre y de su niña de 2 años, destruyó 84 viviendas y dejó a más de 100 familias damnificadas en el empobrecido pueblo caucano de Guapi, buena parte de las conversaciones públicas y privadas del país se han centrado en la controversia –mezcla de indignación y desconcierto– desatada por las suntuosas compras ordenadas por el nuevo gobierno para las residencias privadas del presidente y la vicepresidenta. Sin completar todavía sus primeros dos meses en el poder, por acción u omisión, los ocupantes de la Casa de Nariño siguen inmersos en un bucle de permanentes cuestionamientos del que les está costando salir.

Si bien es cierto que los representantes políticos suelen ser impúdicamente derrochones con el dinero público, que es de todos aunque ellos sientan que les pertenece más que a nadie, este gobierno –el del cambio– se comprometió con su electorado a erradicar estas prácticas extendidas, a mantener cero tolerancia con la corrupción y a enarbolar la bandera de la austeridad. ¿Acaso no fueron estos asuntos objeto de sus reiterativas denuncias cuando eran oposición? El ejemplo debe empezar por casa, pero hasta ahora situaciones que ponen al descubierto posibles despilfarros de recursos oficiales indican que sus intenciones parecen estar lejanas de la realidad esperada por sus electores más leales que, en algunos casos, se sienten irrespetados. Está claro que las palabras no se las lleva el viento y merecen ser demostradas con hechos, no solo con simbolismos. Deberían ya ser conscientes de esta ambivalencia.

La adquisición de suntuosas cobijas rellenas de plumas de ganso a $4 millones, un televisor de 85 pulgadas a $27 millones, dos cubiertas de vitrocerámica por $34 millones, una plancha vertical por $754 mil y un sartén antideslizante por $399 mil, por ejemplo, entre otros elementos que hacen parte de una orden de compra de $173 millones autorizada por el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República (Dapre), contrasta con la consigna de la gran mayoría de los hogares colombianos de apretarse el cinturón debido a la actual crisis económica. Entre otras regiones, en la Costa, por cuenta de la insufrible alza de la tarifa de energía o de la imparable carestía por el valor de los alimentos. ¿No son las instituciones públicas las que deben marcar el camino en la nueva historia de austeridad que exigirá muchos más sacrificios de la ciudadanía cuando se sienta en el bolsillo el impacto del incremento de la gasolina y, a futuro, el de la reforma tributaria que dará cumplimiento al gasto social prometido y a la búsqueda de recursos para la reforma agraria y la industrialización del campo? No se trata de acusaciones por falta de transparencia, aunque también deberían determinarse si existen eventuales sobrecostos, sino de buen juicio.

Se equivocan quienes pretenden justificar esta ausencia de toda lógica consecuente con los principios profesados, advertida con preocupación hasta por los alfiles del petrismo. No es con populismo, demagogia ni acusaciones con espejo retrovisor –los anteriores gobiernos hacían lo mismo o cosas peores, insisten con vehemencia– cómo podrán salir avante de crisis como esta que ponen en evidencia la incoherencia entre sus mensajes y acciones. Pese a su triple salto cada vez que estalla una polémica, a más de uno le está quedando grande la responsabilidad histórica que millones de votantes les otorgaron en las urnas. No solo por lo que hacen, sino por cómo, a continuación, tratan de defender lo indefendible. En su cruzada por intentar librar al presidente Petro del impacto de su sucesión de desaciertos podrían desgastar el teflón político del mandatario que, de acuerdo con lo sucedido a otros populares líderes políticos de nuestra historia reciente, no es indestructible.

Aprender las lecciones políticas, éticas y morales lo antes posible para dejar de alimentar el caos, actuando con coherencia y mostrando respeto por sus electores, sería una correcta forma de recomenzar.