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No es de místicos ni supersticiosos creer que la vida viene de los árboles. Incluso en esos reinos de la mente, en los que lo subjetivo y lo espiritual gobiernan sin disputa, lo frondoso y fresco, los frutos de la tierra son importantes, al igual que lo son en el mundo físico y en nuestro planeta.

Las sociedades, ciudades e imperios han crecido en torno a los árboles, a su sombra y a sus frutos. El mismísimo pecado, al que se refieren en el Génesis como una manzana –ofrecida por la serpiente a Eva– viene de una de estas plantas altas, de cuyas ramas se han desprendido los anales de la historia humana. Tan es así, que tanto tiempo después, luego de la edificación de las pirámides y de la construcción de la Torre Eiffel, la humanidad sigue sembrando árboles, y alrededor de estos han forjado sus propios caminos.

En Soledad, una tierra calurosa, un árbol –específicamente una bonga– se ha convertido en el epicentro de un barrio, el de La María. Tal es la importancia de éste que, aun con el nombre que lleva este sector, toda la ciudad lo conoce como La Bonga, haciendo referencia al árbol frondoso y de basta sombra que se levanta en medio de la calle 23, también conocida como la de La Esperanza.

Lejos de esas tierras y entre las montañas y praderas verdes, los mayas creyeron que la ceiba representaba el árbol que sostiene al universo, quizás inspirados en su altura –que puede llegar hasta los 40 metros– y en su longevidad, pues superan los 70 años de vida.