De las muchas maneras que hay para explicar un país, su idiosincrasia, las desventuras que atraviesa y las felicidades que lo levantan, una de las más gráficas es ver reunidos a sus ciudadanos en un estadio. Ahí, la sociedad de cualquier nación es el reflejo de lo que llevan por dentro, de lo que los define y, cómo no, de quién los gobierna, así sea con una mano dura y aislados del mundo exterior con una cortina que resulta muy complicada de atravesar.
Nicaragua es un país absolutamente particular. Desde hace muchos años que, prácticamente, se cerró para el mundo, y han sido contados los pocos periodistas que han tenido la oportunidad de cruzar sus fronteras para vivir desde adentro por varios días en uno de los regímenes con mayor tiempo en el poder de Latinoamérica.
Y es que nada más pisar el aeropuerto internacional de su capital, la ciudad de Managua, hay una publicidad con las figuras de Daniel Ortega y su esposa y en ese momento todavía vicepresidenta (copresidenta desde el pasado 29 de enero), Rosario Murillo, ambos casados principalmente en el poder.
El aviso no es que diga mucho, pero se lee lo suficiente: “Aniversario 45, centinelas de la paz y seguridad”.
Así es, estos exponentes del liderazgo de Centroamérica llevan más de cuatro décadas instaurados en el poder, bajo el manto del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), un movimiento guerrillero que sacó del poder al anterior dictador de la nación, Anastasio Somoza, el 29 de junio de 1979, cuando este se vio obligado a renunciar por la insurrección subversiva que encontró el apoyo popular.
Particularmente Ortega ya lleva 18 años en el cargo de presidente y ahora impulsó una ley para que su esposa sea nombrada en el máximo cargo del Ejecutivo con él, con los mismos poderes y título oficial.
Hoy en día resulta completamente imposible pasar por cualquier edificio público o institución estatal sin ver al menos una bandera ondeando, mitad roja y mitad negra, con las siglas del partido, como homenaje al movimiento guerrillero que ostenta el poder.
A la salida del aeropuerto hay una, entrando a los hoteles otra, frente al palacio nacional muchas más y en el jardín central del Estadio Nacional Soberanía también flamea salvaje contra el viento, incluso por delante de la de Nicaragua.
La crisis del 2018
El nicaragüense de a pie ya no conoce otra historia y los intentos de sublevación que hubo hace unos cuantos años fueron repelidos rápida y violentamente, durante la crisis del 2018 cuando muchos ciudadanos salieron a las calles a protestar y fueron reprimidos, incluso algunos con armas de fuego. Se habló de 19 fallecidos, aunque estos no fueron reconocidos oficialmente.
Ese conflicto fue la semilla que da pie a este relato.
No puedo decir que entré en el país con el exclusivo deseo de hacer esta crónica. Lo que realmente me llevó allá fue el béisbol, acompañar en mi labor de jefe de prensa al equipo que representó a Colombia en la primera Serie de las Américas, del 24 al 30 de enero. Así es, la reforma constitucional de la copresidenta Rosario se dio en medio de la expectativa por el juego final de ese torneo entre las selecciones de Nicaragua y Panamá, como el centro de las miradas, aunque al final la hayan perdido 3-1.
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El oficio me llamó a escribir de lo que iba viendo, de esos platos de gallopinto (el plato nacional, arroz de frijoles) y de la extrema humildad de corazón y bienes de los vecinos al hotel, de los patios escuetos que son la norma general, donde las matronas nos vendieron generosos almuerzos en cinco o menos dólares, porque a pesar de ser un país denominado socialista (comunista para los más extremos) aceptan los dólares y hasta el muchacho más joven que atiende un puesto lleva el calculo exacto de la valoración del córdoba (la moneda local) para regresar el vuelto exacto, en una forzada educación financiera que muchos pudieran envidiar. En fin, sea como fuere, esa buena gente se cansó y en 2018 salió a protestar. Y desde el techo del estadio nacional de béisbol se colocaron francotiradores para disipar a las protestas.
Un escenario que visité cuatro veces durante el torneo que nos dio cita y que aunque hoy recibe el nombre de Soberanía (palabra muy explotada en el léxico de los dictadores), aquel entonces llevaba el epíteto del buen Dennis Martínez.
¿Quién es él? Por lejos, el mejor pelotero de ese país en toda su historia, uno de los pocos lanzadores en haber completado un juego perfecto en las Grandes Ligas y el ejemplo de la sociedad de ese país.
Cambio de nombre
Bueno, Dennis lo era. Porque en ese 2018 protestó por la violencia contra los manifestantes y desde entonces quedó marginado de los amores del gobierno.
“Me duele saber que el estadio nacional que lleva mi nombre se esté ocupando para fines de violencia afectando a mis hermanos nicaragüenses. Espero que comprendan que yo no tengo ninguna injerencia en para qué lo usen”, dijo.
La molestia en su contra llegó a tal punto que el 16 de diciembre de ese mismo año las letras con su nombre fueron removidas del escenario, que al poco tiempo pasó a llamarse Soberanía, como dando el mensaje claro de que por mucha estrella del béisbol que fuera, en las formas como se gobierna nadie se mete. Ortega y Caballero eran soberanos, en su real ser y entender.
Una sola visión
Y es que a donde quiera que uno vaya, la bandera de sandinismo se ondea sin contrapesos. En el estadio de la ciudad de León, a dos horas de Managua, ondea la misma bandera rojinegra. Los escenarios impresionan. Fácilmente, podrían ser un estadio de Grandes Ligas y la afición los atiborra. Si es en el caso de Managua, hay un moderno televisor en cada pilar para que no te pierdas ni una jugada mientras subes a la cafetería a comprar unas alitas de pollo sazonadas con un chili tan picante que por recomendación de las mismas cocineras decidí no probar.
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Todos parecen estar conformes con la idea de tener que conformarse con lo que hay. Un estadio lleno de gente que explica al mismo tiempo su país, atrapados en la ilusión de la grandilocuencia de un escenario enorme a la altura de un deporte capitalista, del que tan pronto salen por enormes puertas vuelven a la realidad de una humildad, que aunque parece escogida, bien podría ser impuesta.
Y es que la soledad de las afueras del Palacio Nacional contrastan de una manera llamativa con la concurrencia del escenario, donde comprar unas alitas de pollo demora hasta 45 minutos de fila. De Nicaragua nos despedimos de su soberanía, la de la gente que hace lo que puede para hacer ver mejor a su país, porque le duele, aunque lo sufran en silencio, con miedo y con una secreta esperanza de cambiar.