En los escritos de García Márquez, la relación entre la palabra y el objeto tiene un carácter indefinido. Existe un acucioso trabajo con el lenguaje que busca crear nuevas imágenes a partir de diversas magnitudes semánticas.
Diciembre es una ofrenda a la infancia. Un homenaje a esa época en la que el desencantamiento del mundo no había tenido lugar.
Pero más allá de las circunstancias, de los recuerdos, del puñal, de la mujer, lo que el Homero de Borges persigue, lo que anhela con intensidad, es el sabor vivo e inequívoco de ambos momentos.
Esta última novela, que para algunos es una inadmisible exaltación de la pederastia, para otros lectores más perspicaces de García Márquez es, simplemente, una última vuelta de tuerca del mismo viejo tema de los amores contrariados, imposibles, de esos que se confunden con la rabia, el cólera o la demencia senil.
Aquéllos que no han olvidado «el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir».
La primera y asimismo última vez que un hombre y una mujer pasaron juntos la noche, una espada colocada sobre el lecho separó a ambos hasta la madrugada. ¿Qué otra cosa pudo ser ese «filo acerado», sino la ceguera que aquejó a Borges en sus últimos años y lo aisló del mundo?
En la contraportada se lee que esta nueva obra es la primera y menos conocida de las tres inacabadas novelas de Kafka. Fue publicada póstumamente por Max Brod bajo el título de América.
El sabor del jerez me reveló que todo el Caribe cabe en una butifarra soledeña.
En realidad, Rojas Herazo y Gabo buscaban lo mismo: elaborar un sistema poético que les permitiera interpretar la realidad del Caribe.
Casi octogenario, pero inquebrantable, el Somero recomenzó su labor. Invirtió otros treinta años en la escritura de su obra.