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'¿De quién cree usted que es la culpa?', se pregunta Moisés Leal, un administrador de empresas que trabaja como albañil, y un profesional en cocina que dejó su casa de dos plantas, carro, trabajo y familia, para rebuscarse en las calles de Barranquilla.

El cuestionamiento lo hace minutos antes de acostarse a dormir, antes que el reloj marque las 12 de la noche. Su hogar de paso por estos días es la terraza de un establecimiento comercial, ubicado al frente de la Terminal de Transporte. En ese piso granulado duermen más de 150 venezolanos.

'Nadie es culpable', replica Moisés. Eso es lo que intenta explicar a los uniformados de la Policía que, de vez en cuando, despejan el sector invadido por ciudadanos venezolanos sin hogar. Según las estadísticas de la Personería, a la ciudad han llegado desde 2016 más de 25.000 personas provenientes de ese país, tras la crisis económica y humanitaria que los azota.

'Colombia no me trajo aquí y tampoco allá me pidieron que saliera. Muchos de nosotros vinimos engañados creyendo que aquí podríamos cumplir propósitos: conseguir un buen empleo, ganar dinero y ayudar a la familia. No nos dijeron que todos estábamos haciendo lo mismo y que eso simplemente haría la situación insostenible', expresa Moisés.

En sus narices tiene a decenas de compatriotas que encontraron en el parqueadero de la Terminal un lugar para pasar la noche. Sobre el jardín, como si se tratara de un camping, descansan en línea al menos 20 personas. Aunque no esté permitido, los vigilantes y algunas autoridades acceden a que se queden allí.

Mientras los ve dormir, Leal aclara que ninguno de ellos es indigente. Tampoco, considera, podrían denominarse habitantes de la calle. La gran mayoría son profesionales en su país: licenciados, abogados, médicos, ingenieros.

'Pero aquí no somos nadie y nos toca conformarnos. Agradecer si alguien nos compra una botella con agua y nos da trabajo, aunque la paga sea injusta y mucho menor que la de los colombianos', dice.

De esa forma, Moisés y cientos o miles de venezolanos logran enviar dinero a sus familiares radicados en Venezuela. En el caso del padre y esposo de 27 años, quien llegó hace un año y cuatro meses a la capital del Atlántico, los primeros pesos recogidos fueron al vender agua de maíz, luego al hacer aseo en la Terminal y lavar carros en cualquier lugar.

Si durante el día logra conseguir $20.000, el 50% de eso es destinado para la alimentación y gastos de sus dos hijos. El resto, explica, se esfuman con el pago de un almuerzo de $3.000, en el servicio del baño y en los transportes para cumplir con su labor de albañil.

'Mi mamá ni nadie de mi familia sabe cómo estoy haciendo aquí. Si se enteran yo creo que vienen a buscarme, pero es mejor dormir en la calle que regresar allá, donde la plata simplemente no alcanza para nada', explica.