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Barranquilla 7:30 a.m. Los 29 grados centígrados que alcanza la temperatura en la ciudad se transforman en gotas de sudor que resbalan por la espalda de la venezolana Iliana Rodríguez Espinosa. En la calle el calor agujera la piel a través de los rayos del sol, pero en la pequeña habitación que Iliana comparte con siete familiares el vaho de los cuerpos sucumbe ante un fogaje feroz.

La inmigrante del vecino país acaba de levantarse. Lo primero que hace es recoger los cartones donde duerme junto a Dougliana, de 14 años y Jojarlis, de 12. Se levanta con cautela para no revolver la arena del piso sin embaldosar. En un rincón de la pequeña estancia descansa en una cuna la bebé Jorjani, de dos años. En la única cama que tiene esta familia de venezolanos duermen hacinadas Luz Mila Caraballo, Yelainny Labarca y Mía Caraballo, otra bebé de cuatro meses.

Las siete personas comparten un pequeño abanico, que a duras penas alcanza para mitigar el intenso calor. Conviven a diario en este cuarto de dos metros de ancho por dos de largo, no apto para claustrofóbicos. Aún está en obra negra, sin ventanas y con ladrillos como paredes.

Esta familia abandonó su casa, sus amigos, sus calles, su barrio y, sin importar el costo del desarraigo, empacaron lo que pudieron, principalmente sus sueños. Desde hace tres meses partieron sin mirar atrás, pero conscientes de las crisis política, social y económica de la República Bolivariana. En busca de esa especie de ‘new american dream’, el único que se pueden costear los venezolanos de bajos recursos.