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Los gavilanes de la ciudad de piedra viven en los árboles altos y frondosos del Parque de La Marina y ejercen un reinado que está multiplicando sus dominios citadinos.

No vinieron en una migración y se quedaron. Estos son ‘criollos’, cartageneros: nacieron y viven aquí desde hace más de seis meses. Hacen parte de una o varias familias que ya son más que una novedad en esta zona de la ciudad colonial.

Son tantos –se estima que más de 15– que ya les compiten a las emblemáticas mariamulatas, que hasta monumento tienen en esta ciudad y fueron inspiración del fallecido artista cartageneros Enrique Grau.

Los gavilanes de la ciudad de piedra no son agresivos y se les ha ido olvidando su condición natural ave rapaz. Ahora posan de ‘facilistas’, porque con su vista privilegiada descienden desde las alturas, donde suelen estar muchas veces, para comer migajas de pan o de arroz que la gente les tira. Se llenan el buche con lo que les regalas.

RAPACES Y CANEQUEROS

El aseador del parqueadero de La Marina, Gil Alfaro, un joven con varios meses de trabajar en este lugar, los conoce bien. Cuenta que en las noches algunos se acuerdan de su condición natural y cazan ratas y ratones que salen de sus madrigueras.

En otras ocasiones cumplen a pie de la letra la canción y entonces 'el gavilán pollero se lleva la pollita que más quiero'. En ese caso sus víctimas son las crías de las mariamulatas y de otros pájaros que caen en sus garras. Se los roban de los nidos, cuando sus madres se descuidan.

A diferencia de lo que cuenta la historia en el mundo sobre los gavilanes que, por cientos de años, entraron en conflicto con los humanos por, supuestamente, afectar los criaderos de palomas mensajeras y otras aves, estos ‘criollos’ lograron una adaptación pronta con el hombre.

Los de la ciudad amurallada, que vuelan por los alrededores del baluarte de San Ignacio y las plazas del Museo Naval, se han vuelto carroñeros. Hurgan en las canecas de las basuras para sacar un buen bocado, o esperan que el ajetreo de los turistas cese y en la madrugada van acabando con los desperdicios que quedan en las calles o en los jardines.

DÓCILES Y AMIGABLES

Pilar Vásquez, bióloga de la Universidad de los Andes, explica que es normal que este tipo de especie silvestre se adapte con 'cierta facilidad' a la dinámica de las ciudades y se instale en lugares que tengan cierta vegetación. Incluso, dice que algunos viven en las cúpulas de las iglesias o en las azoteas de los edificios.

Señala que no tiene seguridad de su procedencia, pero puede ser que migraron y algunos de ellos se quedaron; otra teoría es que uno o dos de gavilanes se escaparon de algún sitio donde los tenían en cautiverio como mascotas y se reprodujeron.

Sostiene la bióloga que mientras no se conviertan en amenazas para las estructuras o seres humanos, su 'supervivencia es normal'.

El viejo Manuel, habitante de calle de la ciudad amurallada que cuida carros en las afueras del parque de La Marina y duerme en las bancas del parque del Museo Naval, cuenta que 'ya casi que los gavilanes comen en la palma de la mano de uno'.

Cuando despunta el día, el viejo hablador los ve llegar cuando él empieza a tirar los desperdicios de su desayuno en el suelo. Entonces el clan de gavilanes llega a comer, sin dejar de protagonizar uno que otro altercado entre ellos porque todos quieren probar del banquete que les brinda el hombre. Por supuesto que los más fuertes imponen su ley y se hacen respetar.

Claro que esa pelea no es siempre entre ellos: también lo hacen con las mariamulatas y las palomas que por mucho tiempo fueron las consentidas de los vagabundos y de los turistas que se acordaban de ellas a la hora de comer.

NUEVA ATRACCIÓN

El otro trabajador del estacionamiento de La Marina, José Rodelo, de 50 años, tiene su tesis de los gavilanes. Cuenta que estos llegaron procedentes del cercano parque Centenario, de donde se mudaron cuando empezó su remodelación. Y no solo eso: afirma que se reprodujeron aprovechando las copas de los árboles altos y la seguridad para establecer sus familias, que están creciendo vertiginosamente.

Hoy los polluelos de los gavilanes, que ya hacen sus primeros vuelos, se posan en las antenas altas de telefonía celular y esperan que sus padres les lleven comida, que les regurgitan cada dos o tres vuelos.

En las mañanas, los más grandes y los jovenzuelos que están haciendo sus pininos de vuelo, planean, descienden y llegan a los techos de los carros. Allí parecen reyes en su reino urbano.

Algunos hambrientos picotean el caucho protector de los vehículos estacionados. Pero hasta el momento no ha habido quejas mayores. Solo el dueño de un auto pidió que colocaran un espantapájaros para ahuyentar las aves.

De manera que los gavilanes perseguidos en el pasado, con mala fama en las canciones por robarse pollos en los corrales, en el presente en Cartagena son una nueva atracción para quienes, además de murallas, desean apreciar aves como estas rapaces que son raras en una ciudad de piedra, pero que también empiezan a ser queridas como las icónicas mariamulatas.