Uribe sigue siendo un niño precoz; berrinchudo y enigmático. Revestido de un realismo mágico mesiánico, truculento. Posee un don extraño que él mismo parece no entender. Viene a ser como un delirio compulsivo que lo encamina a resolver problemas escabrosos a costa de lo que sea. –Lo que cueste–, sentenciaba Pablo Escobar cuando giraba la orden de eliminar a sus víctimas. Posee también una cualidad natural de liderazgo que le hace sentirse con el derecho de actuar y comportarse como un infractor, con tal de castigar a otros infractores.
Lo más curioso es que todas sus patrañas, disfrazadas de legalidad, han sido descubiertas por sus detractores; pero nadie le ha podido probar nada. Y como perfila Gabo a Melquiades, Uribe tiene una mirada asiática que parece conocer el otro lado de las cosas; pero a pesar de su inmensa sabiduría y su ámbito misterioso, tiene un peso humano, una condición terrestre que lo mantiene enredado en los mayúsculos problemas de la guerra cotidiana.
Se pelea con Raymundo y todo el mundo, cual niño mimado y caprichoso que esconde sus juguetes, para después disparar Twits a diestra y siniestra, asegurando que se los robaron. Manipula a su bancada con la ensoñación idílica de los encantadores de serpientes; igual a sus colaboradores, quienes terminaron inmolándose, empeñados en hacerle creer a los colombianos no saber quien levantó el dedo índice de la mano derecha para ordenarles hacer lo que los mantiene a buen recaudo, o escondiéndose de las autoridades.
Y todavía se dio el lujo de sentarse en un barril de pólvora y exponerse -si no se logra la paz-, a terminar más odiado que las mismas Farc; lo que a su vez se constituiría en un error histórico, plasmado para siempre en la memoria del pueblo colombiano. Ojalá Dios no me oiga, ni me lea.
Beto Cross
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