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Un tigre con rayas despeinadas, un oso rosado y un león que tiene un corazón que dice 'te quiero' son los nuevos muñecos de felpa de Yuliana. Todos son usados. Se los han dejado allí niños como ella, escogidos especialmente para ella, porque ellos saben lo importante que son los muñecos para la vida: para jugar, para abrazarlos, para quererlos, para ser niños, así se esté en el cielo.

El andén y las escalinatas frente al edificio Equus 66 de Chapinero Alto -donde Rafael Uribe Noguera le quitó a Yuliana Samboní, de 7 años, primero la niñez y luego la vida-, están cubiertos con espermas de velas, como si el Día de las Velitas, que anuncia la Navidad, la época de los niños, no acabara nunca.

También hay flores y pétalos y rosarios y dibujos y una figura de plastilina a imagen y semejanza de Yuliana. También hay carteles que dicen: 'Yuliana, desde el cielo, protege a todas las niñas'; 'eres un ángel que merece justicia' y 'cadena perpetua a violadores'.

Entre tanto, siguen llegando cada tanto al edificio oficiales del CTI e investigadores, al apartamento 603, donde Uribe, el pasado domingo 4 de diciembre, habría torturado, violado y asesinado a Yuliana. Siguen las pesquisas en medio del brumoso caso: un arquitecto de una reconocida familia preso, los hermanos bajo indagaciones por presunta alteración de la escena del crimen y el vigilante del día de los hechos suicidado.

Ante las suspicacias que despierta el caso del guardia, los vecinos ya no quieren hablar, no quieren que se sepan sus nombres, que se sepa que conocen a Uribe, que se sepa que vieron algo el día de los hechos, 'porque mire usted el celador cómo terminó'.

También siguen llegando los curiosos a la esquina fatídica de la calle 66 con carrera 4, en la parte baja de los cerros orientales de Bogotá, donde hay un dolor detenido, donde hay una ruptura con lo que se supone debe ser la Humanidad, donde hay un agujero negro de cemento y escaleras y ventanas que lleva por nombre ‘Equus 66’.

Rafael Córdoba, un transeúnte de 60 años, se quedó a mirar los carteles -batiendo la cabeza de un lado a otro, negándose al horror mientras traía un cuadro a la marquetería de enfrente: 'Esto es muy doloroso, no tiene sentido, este señor es una bestia, debe tener cadena perpetua'.

'Y lo del vigilante muerto, para mí que lo mataron, porque aparecer así de un momento a otro', agregó refiriéndose a la extraña muerte de Francisco Merchán, sobre quien Medicina Legal aseguró que fue un suicidio.

El abismo

Al lujoso edificio en que vive Rafael Uribe y a la casa a medio construir de Yuliana Samboní los separa un abismo, literalmente. Desde la parte baja de Chapinero Alto se sube al Bosque Calderón a través de una carretera en espiral, en medio de las entrañas de los cerros. Carretera que se va volviendo cada vez más destapada conforme se va ascendiendo, así como va cambiando el aspecto de los imponentes edificios que se levantan espigados sobre el cerro al de las casas de ladrillo, madera y plástico que se aferran agónicas para no caerse.

Entre el Equus 66 y la casa blanca y endeble de Yuliana, en la calle 61 con carrera 4 este, hay unas 10 cuadras montañosas, llenas de vueltas, como un laberinto. El mismo laberinto que recorrió la pequeña contra su voluntad, con miedo, con llanto, con la vulnerabilidad de ser tan solo una niña, a manos de un hombre de 38 años.

El barrio de los Samboní, el Bosque Calderón, es un sector centenario capitalino, donde sus humildes habitantes han ido haciéndose a la montaña con los suyos y lo poco que tienen, pero, aseguran, 'en regla, no en invasión, con papeles de propiedad al día' y con sus líderes comunitarios y organizaciones constituidas.

Pero nadie habla

Todos tienen miedo. Igual que en las vecindades de los Uribe Noguera. Básicamente, por la muerte del vigilante, porque a pesar del dictamen del ente forense nacional no creen que se haya suicidado sino que lo mataron para callarlo. El parque infantil, con solo dos columpios oxidados, a pocos metros de la casa de Yuliana, está vacío. Las calles igual. El Bosque Calderón está de luto y en toque de queda.

Y la casa de los Samboní, que arrendaban a 300 mil pesos, está empapelada con menos carteles que el edificio: 'Exigimos justicia', 'yo soy Yuliana' y 'constructor de obras; destructor de vidas'. Y la enclenque escalera de tablas de la que se llevaron a la menor, vacía, mirando al abismo.

Los Samboní tienen miedo. Nelly, la madre de Yuliana, embarazada de cinco meses y Juvencio, su padre, están pasando estos días de consternación en la vereda El Tambo, que es otra montaña, situada en el corregimiento Los Milagros, en Bolívar, Cauca, de la que salieron el año pasado con rumbo a Bogotá. Allí, en Los Milagros, custodian un altar que han dispuesto para Yuliana, con su retrato de diosa coronada fucsia.

Su madre tiene una crisis nerviosa desde que se enteró de lo indecible, pero aún así pidió el alta de la clínica La Victoria en la capital y vino a enterrar a su niña.

El domingo, Nelly le dijo a la emisora capitalina Caracol Radio: 'Estoy bien gracias a Dios, ahí voy. Es una situación muy dolorosa. Ahí estoy, llevándola, en lo que cabe, en medio de todo bien gracias a Dios'. Y, humilde, agradeció a los colombianos: 'No se puede hacer más nada lastimosamente, pero quiero agradecerle enormemente todo lo que los colombianos y los medios han hecho. Quise darles las gracias personalmente, pero no pude hacerlo porque como ustedes saben he tenido problemas de salud. Agradezco el gesto del país'.

Por su parte, Juvencio clamó en diálogo con ‘RCN La Radio’: 'Que haya justicia, que no haya impunidad. Solo esperamos que impongan la condena más alta, que sea una pena ejemplar', lo que de acuerdo al escrito de acusación radicado esta semana por la Fiscalía, cuya audiencia se programó para el 11 de enero, serían 60 años de cárcel, la pena más alta en la justicia colombiana.

El pasado 8 de diciembre, el Cauca decretó tres días de duelo por el crimen y la Gobernación ordenó izar la bandera del departamento a media asta en señal de luto. El 7, el cuerpo de Yuliana había llegado a Bolívar, donde le dieron sepultura en medio de una numerosa y dolida procesión.

Los Samboní, campesinos indígenas del resguardo Yanakuna, que cultivaban papa y maíz, decidieron irse a Bogotá a buscar mejores oportunidades. Primero, en 2012, se fue Juvencio, el padre, quien venía a ver a su familia seguido para no extrañarla tanto.

Se fueron, en parte, porque los 7 mil pesos diarios por echar azadón no alcanzan para nada, y menos para una casa de 15 personas. Pero también partieron porque hace siete años las Farc torturaron a un primo de Yuliana.

A Bogotá llegaron al Bosque Calderón, barrio en el que viven unas 80 familias también del Cauca, que en la capital trabajan en construcciones y en servicios domésticos.

Los Samboní alquilaron entonces la casa blanca de 40 metros que hoy no quieren recordar y a la que no quieren volver, la casa a 10 cuadras montañosas del apartamento de Rafael Uribe, que aunque aparentemente cerca, en realidad están lejos, como del cielo al infierno.