EL HERALDO reproduce el discurso completo de Timochenko, jefe máximo de las Farc, durante la refrendación del acuerdo de fin del conflicto firmado ayer en La Habana.
Alguien sentenció alguna vez que los únicos sueños que logran alcanzarse son aquellos que se intentan. Hoy más que nunca sentimos que esa sentencia contiene una verdad indiscutible. En el año de 1964, en medio del fragor de la desigual lucha armada, la asamblea de los guerrilleros de Marquetalia produjo su programa agrario, en cuya parte introductoria dejó sentada la siguiente declaración que ahora recordamos:
'Nosotros somos revolucionarios que luchamos por un cambio de régimen. Pero queríamos y luchábamos por ese cambio usando la vía menos dolorosa para nuestro pueblo: la vía pacífica, la vía democrática de masas. Esa vía nos fue cerrada violentamente con el pretexto fascista oficial de combatir supuestas 'Repúblicas Inde¬pendientes', y como somos revolucionarios que de una u otra manera jugaremos el papel histórico que nos corres¬ponde, nos tocó buscar la otra vía: la vía revolu¬ciona¬ria armada para la lucha por el poder'.
Hoy, 52 años después, los guerrilleros de las FARC-EP estamos sellando con el gobierno de Juan Manuel Santos un cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, un acuerdo sobre garantías de seguridad y combate al paramilitarismo y otro sobre dejación de armas, que nos dejan a las puertas de concretar en un plazo relativamente breve el Acuerdo Final, que nos permitirá por fin retornar al ejercicio político legal mediante las vía pacífica y democrática.
Plantearlo antes de la Operación Marquetalia resultó absurdo para los poderes y partidos dominantes en la época, que decidieron apelar a la fuerza y el exterminio, animados por la convicción de que mediante las bombas y los fusiles podían acallar los clamores populares. Eran también los tiempos de apogeo de la guerra fría y la filosofía del enemigo interno, que convertían a la fuerza pública en ejército de ocupación de su propio país y contra su propio pueblo.
Los muertos, la sangre, la devastación y el horror que se le hubieran ahorrado a Colombia, si en lugar de atender las voces fanáticas que llamaban irresponsablemente a la guerra, con apelación a los más absurdos argumentos, se hubiera escuchado a aquellos que llamaban al diálogo, a la solución que proponía acuerdos de presencia económica y social de Estado, al tiempo que democratizar el escenario político en un ambiente de tolerancia y respeto por la diferencia.
Los cuarenta y ocho campesinos marquetalianos se convirtieron con las décadas en miles de mujeres y hombres alzados en armas que llegaron a poner en serios aprietos al Estado colombiano, pero que simultáneamente nunca dejaron de hablar de un acuerdo de paz por la vía de las conversaciones civilizadas. Fueron varios y dolorosamente frustrados los intentos por conseguirlo. Pero siguieron intentándolo una y otra vez, y hoy vemos los frutos de su persistencia.
Porque si de algo dan fe los Presidentes de los países acompañantes y garantes hoy aquí presentes, así como el conjunto de las altas personalidades internacionales inmersas en el proceso de paz en curso y que nos acompañan aquí, lo que está a punto de sellarse no es una capitulación de la insurgencia, como querían algunos obtusos, sino el producto de un diálogo serio entre dos fuerzas que se enfrentaron por más de medio siglo, sin que ninguna pudiera derrotar a la otra.
Ni las FARC ni el Estado son fuerzas vencidas y por ende lo pactado no puede interpretarse por nadie como el producto de alguna imposición de una parte a la otra. Hemos discutido largamente, llegando incluso a callejones que parecían sin salida, que sólo pudieron superarse gracias a la desinteresada y eficaz intervención de los países garantes, Cuba y Noruega, y a las oportunas y sabias fórmulas sugeridas por la creatividad de los voceros de ambas partes o sus acuciosos asesores.
Más allá de un pobre favor, hacen un daño inmenso a Colombia, a la vida y la esperanza de su pueblo, quienes insisten en negar la trascendental importancia de lo acordado, que sólo por su contenido identifica a las partes sentadas a la Mesa, sin haberlas fundido o entregado una a la otra. Estamos seguros de que la nación colombiana, que ha sufrido la guerra y sus consecuencias, dará la espalda a quienes la siguen convidando al holocausto quizás con qué oscuro propósito.
Estamos muy cerca de la firma del Acuerdo Final que pondrá fin al conflicto e iniciará la construcción de una paz estable y duradera. Desde un principio sostuvimos que la firma de este acuerdo es la mejor oportunidad que tendrá nuestro país para enrumbarse hacia la justicia social y el progreso, sobre la base de que serán abiertas las compuertas de la democracia verdadera, para que los movimientos sociales y políticos de oposición gocen de plenas garantías.
Y para que la voz de las comunidades en los escalones local, regional y nacional adquiera toda su importancia y pueda jugar un papel determinante en las decisiones públicas relacionadas con su futuro. Estamos ciertos de que esa será una realidad que se abrirá paso, poniendo fin a la tradición de imponer desde arriba, haciendo abstracción de los intereses populares, las políticas que gobernantes elegidos con sufragios dudosos consideran más convenientes para ellos.
Hay acuerdos sellados sobre esa materia y están próximos a definirse algunos puntos pendientes. Como también en cuestión de Reforma Rural Integral y cultivos de uso ilícito. Sobre este último recién se puso en práctica un proyecto piloto de sustitución en Briceño, Antioquia, que necesariamente habrá que replicar en otras áreas que padecen el problema. No será todo color de rosa, y seguramente habrá que luchar porque se cumpla integralmente lo firmado.
Porque como lo decía en el título de una de sus novelas el escritor colombiano Álvaro Salom Becerra, al pueblo nunca le toca. El Acuerdo Final será la llave para dar vuelta a esa cerradura, pero requerirá de la organización y movilización constante de la gente por su cumplimiento. Lo ponen de presente la insistencia oficial en las ZIDRES pese a lo pactado en La Habana, y el reciente Código de Policía que choca con el acuerdo sobre participación política suscrito en la Mesa.
El acuerdo sobre garantías de seguridad y combate al paramilitarismo tiene que ser una realidad en los hechos, so pena de conducir el resultado final del proceso al fracaso histórico. Duele profundamente y resulta ya intolerable que a estas alturas tales estructuras sigan asesinando con plena libertad, como ocurrió entre el 11 y el 13 de este mes en Barrancabermeja con cuatro jóvenes, que el ESMAD siga triturando colombianos que salen a protestar con justicia y que el aparato judicial continué ordenando privaciones abusivas de la libertad como la del compañero Carlos Arturo Velandia.
También se ha llegado al acuerdo sobre Dejación de Armas, que pone en evidencia la suma de invenciones con las que se pretende engañar a la gente de nuestro país, cuando se asevera que tras los acuerdos, las FARC pretendemos seguir armadas y haciendo política. El país podrá conocerlo a partir de hoy. Claro que las FARC haremos política, si esa es nuestra razón de ser, pero por medios legales y pacíficos, con los mismos derechos y garantías de los demás partidos.
El Estado colombiano tendrá que hacer efectivo que a ningún colombiano se lo perseguirá por razón de sus ideas o prácticas políticas, que la perversa costumbre de incluir en los órdenes de batalla de las fuerzas armadas los nombres de los dirigentes de movimientos sociales y políticos de oposición, tendrá que desaparecer definitivamente del suelo patrio. Que una vez firmado el acuerdo final desaparecerán el dispositivo militar de guerra y su anticuada doctrina de seguridad.
Las fuerzas armadas colombianas, agigantadas en el transcurso de la guerra, diestras en contrainsurgencia y acciones especiales, están llamadas en adelante a jugar un importante papel en aras de la paz, la reconciliación y el desarrollo del país. Fueron nuestras adversarias, pero en adelante tenemos que ser fuerzas aliadas por el bien de Colombia. Su infraestructura y recursos pueden ponerse al servicio de las comunidades y sus necesidades, sin desmedro de sus capacidades para cumplir la función constitucional de guarnecer las fronteras.
Por otra parte, el protagonismo de las comunidades ha de representar también la oportunidad para comenzar a solucionar el grave conflicto que se vive en las ciudades. Desocupación, inseguridad, falta de servicios públicos, esclavitudes como el paga diario y la explotación sexual, microtráfico, crímenes y bandas asociadas a la mafia y el paramilitarismo, requieren atención inmediata. La paz rural debe significar una transformación participativa de las urbes.
Necesitamos que en nuestro país se produzca efectivamente una definitiva reconciliación. Basta ya de la violencia y los delirios por ella. Ella requiere una paciente e intensa labor de difusión, educación y concientización de lo pactado en La Habana, para que la gente de Colombia quede clara de su valioso y positivo contenido. Y para que sepa qué puede y debe reclamar del Estado. Para que se una y organice por conseguirlo. Sólo así haremos una Nueva Colombia.
Las FARC-EP completamos el pasado 27 de mayo 52 años de resistencia guerrillera y hoy vemos el sueño de la paz mucho más cerca que nunca. Pensamos trabajar por la unidad del movimiento democrático y popular en nuestro país, sin sectarismos ni posiciones hegemónicas, en procura de la confluencia de toda la inconformidad con el modelo actual de las cosas, a objeto de generar profundos cambios en la vida colombiana, pensando siempre en el interés de las mayorías.
La guerra ha costado cientos de miles de millones de dólares a nuestro país. De hecho la exagerada partida del presupuesto militar ha tenido como justificación permanente la existencia del conflicto armado. Un país en paz ya no requerirá de tales argumentos y podrá destinar una buena parte de esos recursos a menesteres más sanos y productivos. No es cierto que no existan dineros para la paz, ni que todo tenga que ser ayuda internacional. Basta con cambiar prioridades.
Sabemos que nada se conseguirá fácil o rápidamente. Entendemos que los principales beneficiarios de nuestro esfuerzo serán las generaciones futuras. Por eso extendemos nuestra mano a la juventud. Ella es la llamada a construir el nuevo país y por tanto la más llamada a la defensa de la paz y la reconciliación, a la promoción de un nuevo tipo de actividad política, a la consolidación de la civilidad y la más amplia democracia.
Las FARC siempre hemos sido optimistas. Aún en los momentos más difíciles siempre creímos que la paz era posible. Y decidimos intentarlo cuantas veces fuera necesario. Y tuvimos la razón. El acuerdo de cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo es leído por todo el mundo como el fin de la confrontación armada en Colombia. Así sea. Confiamos en celebrar en un plazo prudencial otro acto solemne, la firma del Acuerdo Final. Que éste sea el último día de la guerra.
Secretariado del Estado Mayor Central de las FARC-EP
La Habana, 23 de junio de 2016.