La reciente liberación de los ciudadanos alemanes que se encontraban en manos del ELN nos recuerda que el secuestro sigue siendo un riesgo recurrente en la vida de los colombianos y, en general, en la de todas aquellas personas que, siendo nuestros connacionales o no, se adentran en algunas zonas del país que corresponden a una especie de geografía del miedo regida por la incertidumbre de la violencia. El apelar a este método atroz para obtener recursos materiales ha sido uno de los factores que llevó al extremo del descrédito a la guerrilla colombiana. Esta, amparada en la aparente racionalidad de un discurso político, llenó de terror la vida de miles de sus conciudadanos, a los que supuestamente buscaba liberar de un orden económico y social injusto a través de esta exacerbación de la crueldad.
¿Qué es el secuestro? El secuestro no es más que muerte suspendida, dice el investigador Emilio Meluk en un libro del mismo nombre. La vivencia primordial en torno a la cual gira el plagio para las víctimas y sus familiares es la proximidad de la muerte del secuestrado. El secuestro es perpetrado por individuos a los que interesa muy poco la libertad y la vida de otros seres humanos, sienten poco respeto por el sistema normativo de una sociedad y consideran a las personas que plagian simplemente como una mercancía a la que con frecuencia terminan quitándoles la vida. Ninguna causa política o religiosa le justifica y los eufemismos artificiosos como “retención” no merman el alto grado de infamia que este acto encierra. Preocupados por la respuesta social que los colombianos daban al secuestro, un grupo de ciudadanos franceses, encabezados por la profesora de literatura Marie Estripeaut, invitó a quien escribe estas líneas a hablar sobre el tema en Burdeos. Allí narré una experiencia que tuve con un acto de secuestro ocurrido hacia 1998 cuando el EPL secuestró a una joven galena del pueblo wayuu, con fines extorsivos. Una delegación indígena visitó al comandante de esta organización, detenido entonces en la cárcel de Itagüí. El palabrero más sabio y experimentado de los wayuu, Ángel Amaya, llevó la palabra.
“He sabido que ustedes tienen a una mujer nuestra. Como supongo que no son personas insensatas, estamos convencidos de que ella les cometió alguna falta. Dígannos si les hurtó algunos chivos o lesionó algún familiar suyo porque somos gentes sencillas pero acostumbradas a pagar las faltas de nuestros jóvenes. Nos es imposible creer que sus hombres sean capaces de raptar a una indefensa mujer sin que haya mediado alguna razón para ello. ¿De qué valentía puede presumir el guerrero que emplea sus fuerzas en someter a una madre y su hijo? No nos dirán que es por disponer de bienes materiales. Entre nosotros la riqueza no es una afrenta. Quien dispone de bienes posee un fardo sobre sus hombros que limita su natural libertad. Rico entre nosotros es aquel que en los velorios debe aportar mayor número de reses, aquel que saca de su corral las ovejas para socorrer a un familiar enfermo o a un pariente encarcelado. Qué tristeza conocernos en estas circunstancias, cuando pudiste llegar a mi humilde enramada como un huésped y te hubiera sacrificado mi mejor cabra para atenderte y quizás te hubiese gustado alguna sobrina mía”.
Avergonzado, el comandante guerrillero pidió disculpas por esa injustificada acción. Pocas semanas después la profesional indígena fue liberada, y Ángel aún espera en su enramada la visita del hoy libre exjefe guerrillero.
Por Weildler Guerra C.
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