La representación de La Guajira como la pesadilla de la nación es un prejuicio muy arraigado desde los tiempos de la dominación española y se ha exacerbado durante la República. En 1819 el gobernador español de ese territorio José de Solís en carta al Virrey de la época definía a los habitantes de Riohacha como “gente bárbara, inmoral, y sin religión que se inclinan a quien más les da”. El país suele ver a la península como una zona situada más allá de la frontera de la civilización, habitadas por gentes apegadas a antiguas y atrasadas formas de vida, supersticiosas y carentes de valores cristianos, proclives por naturaleza a la violencia y atadas de manera indisoluble a la ilegalidad. Esta visión difundida hasta el cansancio suele naturalizar la violencia de las intervenciones armadas de todo tipo y prepara las avanzadas económicas del ‘progreso’ que en su dimensión ambiental, territorial y social pueden adquirir un carácter brutal.
En su libro El revés de la nación (2005), Margarita Serje nos muestra cómo el estado colonial nunca pudo imponer su dominio sobre la totalidad del territorio que hoy corresponde a Colombia. Durante los siglos de ocupación española algunos espacios se articularon al proyecto de urbanización, a la producción y al comercio metropolitano en el eje Norte Sur de las tres cordilleras y la costa Caribe entre el Sinú y el Magdalena. Otro conjunto de zonas se marginaron de este ordenamiento. En estas regiones hubo una prolongada resistencia indígena o cimarrona. La Guajira es la muestra emblemática de dichas regiones. Situada geográficamente en la compleja frontera con el Caribe insular y vinculada económica y políticamente a esos circuitos se hallaba habitada por un pueblo milenario, dotado de su propio sistema normativo, de organización social y política propias que adoptó la ganadería y el comercio siglos antes del surgimiento de la joven república de Colombia.
Territorios de frontera como el de La Guajira han sido vistos como zonas de tolerancia de la ilegalidad sobre la cual Colombia proyecta sus miedos. Sus actividades económicas con el Caribe insular han sido estigmatizadas y sus habitantes condenados a la mediterraneidad como si viviesen a centenares de kilómetros del mar. Pocos gobernantes han intentado entenderla y ver en ella lo que es: una reserva de la imaginación del país.
Desde hace más de un siglo el centro del país se ha impuesto la tarea de colombianizarla por la redención pacífica o por la fuerza. A esa incorporación la llamamos ‘colombianización’, la que puede ser entendida como un proceso de modernización particular que busca superponer valores, prácticas sociales, e instituciones (empresariales y gubernativas) de las culturas modernas y del interior del país sobre las tradiciones locales. Así, los conflictos principales de los guajiros frente a la colombianización surgen por las tensiones que causa la implantación de un deber ser.
Para contrastar estas visiones preguntémonos también ¿cómo ha sido visto el centro del país desde La Guajira? Nadie mejor que García Márquez, cuya obra ha sido nutrida por el universo social guajiro de sus abuelos maternos, para describir esta visión: “Su comunicación era más fácil con el mundo que con el resto del país, pues su vida cotidiana se identificaba mejor con las Antillas por el tráfico fácil con Jamaica o Curazao, y casi se confundía con la de Venezuela por una frontera de puertas abiertas que no hacía distinciones de rangos y colores. Del interior del país, que se cocinaba a fuego lento en su propia sopa, llegaba apenas el óxido del poder: las leyes, los impuestos, los soldados, las malas noticias incubadas a dos mil quinientos metros de altura y a ocho días de navegación por el Río Magdalena en un buque de vapor alimentado con leña”.
Por Weildler Guerra C.
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