He gozado del privilegio de haber cursado, en mi vida académica, dos Maestrías. Una en Ética y Filosofía Política y la otra en Educación con énfasis en Cognición. En la primera aprendí que enseñar a leer y escribir debe ser el gran compromiso de la Universidad y en la segunda que pensar y sentir son los grandes campos definitorios de la conducta humana.
Palabras como leer, escribir, pensar y sentir parecen sencillas y se puede creer que son de elemental comprensión. Pero contienen un mundo tan complejo que dimensionan, desde distintas órbitas, las llamadas Ciencias Humanas y cruzan a las Ciencias de la Educación. Todos presumimos de saber leer, escribir, pensar y sentir por eso no nos preocupamos en aprenderlas.
Por ello me llené de nostalgia de esos estudios cuando leí recientemente, en un diario de circular nacional, las declaraciones de la llamada “niña más valiente del mundo”, la paquistaní Malala Yousafzai, pronunciadas durante el homenaje que le rindió la Organización de las Naciones Unidas, ONU, en su Asamblea General de Jóvenes celebrada en el centro del mundo, la ciudad de New York, a la que asistieron representantes de más de cien países.
En esa ocasión la niña más valiente del mundo dijo: “El 9 de octubre de 2012 los talibanes me dispararon. Pensaron que con sus balas me callarían para siempre, pero fracasaron”.
“Tomemos los libros y las plumas porque son nuestras armas más poderosas. Un libro y una pluma pueden cambiar el mundo”. “Es la compasión que aprendí de Mahoma, Jesucristo y Buda, el legado que recibí de Martín Luther King y de Nelson Mandela, la filosofía de la no violencia que aprendí de Gandhi y la Madre Teresa y el perdón que aprendí de mi padre y de mi madre. Por eso mi alma me dice ‘sé pacífica y ama a todo el mundo”
Invocar como lo hizo esa valiente niña, ante singular escenario global, que un libro o una pluma “pueden cambiar el mundo”, en vez de las armas más poderosas, es a mi entender una tremenda lección para quienes en nuestro patio siguen creyendo que las armas que producen muertes y vidas, y no sueños, aún tienen vigencia en un mundo que ya no quiere más violencia. Hace tiempo la violencia dejó de ser la partera de la historia.
Ven entonces el orgullo que me produce el privilegio de saber leer y escribir. Un libro es el resultado de una pluma. Pero una pluma para trascender debe pensar y sentir. Así que uniendo leer, escribir, pensar y sentir podemos transformar no solo nuestra vida, sino el mundo como lo proclama Malala a quien las balas, afortunadamente, no le segaron la vida. Pero le dejaron una huella iluminada para invitar a construir el mundo que deseamos leyendo y escribiendo, pensando y sintiendo, no solo que somos únicos, los seres humanos sino que podemos amar a todo el mundo. Y como gritó Hemingway “Adiós a las armas”. Bienvenidos los libros y las plumas.
Pero también debe ser una lección en este país de víctimas, para colombianos y colombianas a quienes la violencia que aún nos azota le ha manchado la vida con una “mala hora”. La historia de Malala enseña, sigo creyendo, que una desgracia no nos puede convertir en víctimas para toda la vida. Que después de un vejamen de una violación, de un atentado, de un asalto o de un conflicto no podemos seguir aferrados a su recuerdo desgraciado o dejándonos sepultar por su huella. Que de ese recuerdo y de esas huellas debe salir nuevamente la crisálida de la vida para seguir iluminando la pradera. Es decir no podemos ser víctimas para siempre. Tenemos derecho, también, a resucitar de las balas y pedir fuerzas para leer, escribir, pensar y soñar.
Por Gaspar Hernández C.
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