Resulta dura, enormemente dura, la experiencia de encontrarse en un barrio popular de Cartagena –aunque bien pudo haber sido en los suburbios se cualquier ciudad nuestra– con la mirada dolorida de una madre de cuatro hijos, que se mueren de hambre porque su esposo los abandonó y ella, enferma, no encuentra trabajo. En este caso concreto, el problema se pudo resolver. Pero no dejo de pensar en tantas otras familias, en tantos lugares del mundo, cuyos niños no encuentran solución a su abandono, ante la mirada indiferente de los privilegiados de la sociedad. Una persona que muere en la calle en una noche de invierno, hoy en día, no es noticia.
Que en muchas partes del mundo haya niños que no tienen nada para comer no es noticia. Personas descartadas, como si fueran desperdicios. Produce indignación, duele en el alma ver que la vida humana, la persona, no se ve como un valor primario que respetar y cuidar. Nos hemos vuelto insensibles ante el despilfarro de los alimentos. Nos malacostumbramos a lo superficial, al derroche cotidiano de la comida en tantos hogares pudientes.
¡Recordemos bien que los alimentos que tiramos a la basura son como si se los robáramos al pobre de la mesa, al que pasa hambre!, repite el papa Francisco. Lamentablemente son muchos los padres de familia que no comprenden la dimensión de esta tragedia y consienten que sus hijos desprecien la comida que se les da, sin enseñarles de manera directa, con una visita programada, los niños famélicos de ciertos barrios populares que intentan alimentarse con desechos. Acojamos la invitación del Santo Padre para reflexionar sobre el problema del derroche de los alimentos, a comprometernos todos seriamente a contrarrestar la cultura del desperdicio y del descarte, para promover una cultura de solidaridad y de inclusión.
Por Javier Abad Gómez
javier.abad.gomez@gmail.com