Como creo que muchos saben, los viajes empiezan muchos días antes de la fecha estipulada de salida, el periplo, en este caso mío, empezó meses antes, por lo menos dos, tratando de conseguir pasajes para Venezuela.
Entre las cosas que escasean en el país, también hay escasez de cupos aéreos, cosa para mí inverosímil, pero que me explican (a mi llegada a la capital de mi país) como un intento desesperado de muchos compatriotas por conseguir dólares (que no hay) al precio de privilegio de los que asigna Cadivi para viajeros en tarjetas de crédito. ¿Qué hacen?, ¿cómo viajan? Trataré de averiguarlo en los pocos días que estaré de visita.
Finalmente decidí viajar en autobús… mi primera experiencia por vía terrestre, desde mi querida Barranquilla hasta la hermosa Maracaibo, como primera parada, para reposar y seguir viaje a la capital de la República Bolivariana. Esta travesía comienza con serios retrasos en la hora de partida, nos explican: la frontera estuvo cerrada el día anterior (del lado de Venezuela, acota la joven que gentilmente nos atiende en el terminal) y los choferes llegaron pasadas las 3:00 a. m., están descasando.
Con 3 horas de espera partimos finalmente, y pasadas unas 7 horas llegamos a la frontera, en Paraguachón, donde nos explican que hay que sellar los pasaportes, que son 2 sellos, el del lado colombiano, el cual sorteamos sin mayores inconvenientes y raudos nos dirigimos al lado venezolano para hacer lo propio. Una pequeña fila nos espera, preguntamos y nos dicen que no están sellando, que están en reunión. La espera se prolonga por media hora hasta que finalmente un solo funcionario (había 3 en el lado colombiano) nos atiende.
Por fin, feliz de pisar mi tierra nuevamente luego de un año de ausencia, volvemos al autobús y este aún no arranca pasados unos 15 minutos de espera (otra espera). A estas, el chofer nos informa que debe reunir entre los pasajeros para el “café” de los guardias que revisan las maletas porque si no, pueden demorar dicha revisión el tiempo que “les dé la gana”, palabras textuales.
Yo no cargaba bolívares, no había cajero donde sacarlos, pero para mi sorpresa, casi todos en el autobús (que no venía muy lleno) tenían algo de efectivo y se recogen unos Bs 240, de los cuales el mismo chofer advierte que quiere guardar la mitad porque “en las alcabalas venezolanas siempre molestan”.
Baja del carro y sube en menos de 5 minutos y nos informa que no aceptaron los Bs 120 así que les daría el restante que estaba a cargo de una de las pasajeras de primera fila, hecho lo cual pudimos seguir nuestro camino.
A Dios gracias no hubo mayores demoras en las siguientes alcabalas, cosa que extrañó a una de las pasajeras –que se distinguía por su conocimiento de la ruta, ya que la hace con mucha frecuencia– quien expresó que la última vez que hizo el trayecto, en las 4 alcabalas los pararon para que los pasajeros reunieran “para el cafecito”.
Sentí pena y vergüenza profunda, debo confesar, indignación, expresaron otros pasajeros venezolanos como yo, ante lo que ellos mismos dijeron era lo que marcaba la diferencia entre un país en lucha contra la corrupción y otro que se hace la vista gorda ante estos hechos. Saquen sus propias conclusiones.
Para tranquilidad de nosotras, porque no les comenté que viajaba con mi cuñada y mi suegra, aparte de la espera y las alcabalas pedigüeñas, el viaje transcurrió con tranquilidad, llegamos a Maracaibo muy entrada la noche pero pudimos reposar para seguir viaje en avión a Caracas, nuestro destino.
Ya les contaré en próximas entregas cómo transcurrió el resto de la visita.
Por Pilin León
@PilinLeon