En estos días recibí un impacto de proyectil mnémico en todo el hueso frontal que me provocó un estremecimiento y un coma momentáneo del que me recuperé pero me dejó como secuela la nostalgia. La bala salió de una foto en la que aparezco con bata de estudiante con mis compañeros de promoción a mediados de los 70 frente a la Facultad de Medicina de la Universidad del Cauca, en Popayán, donde me formé como médico. Todos tenemos la expresión ingenua del soñador que se proyecta en unos años como el gran médico en su comunidad, el uno como investigador, la otra como especialista en alguna disciplina, aquellos como directores de hospitales; todos con un sentido bien claro del altruismo y el servicio por ser conocedores del poder que otorga el conocimiento de la medicina. Ninguno alcanzaba ni remotamente a imaginar en lo que se convertiría esa ilusión.

Hoy, después de más de 30 años de ejercer como médico, puedo decir que he visto llover para arriba en esta rama de las ciencias. Me refiero a que en este lapso he visto el ascenso de la medicina en Colombia a unos niveles de calidad científica de talla internacional, y, también, el descenso lento pero progresivo que ha llevado al colapso total el ejercicio de la medicina en este país porque la estructura administrativa que regula la parte económica perdió su misión de ordenar los costos que genera el acto médico para el autosostenimiento y garantía del servicio en el tiempo, hasta convertirse en un negocio.

Si uno quisiera hilar fino para encontrar la explicación de por qué el estado de cosas, resultaría fácil echarle las culpas a Hipócrates porque el hombre es claro en todos los principios éticos del juramento, pero muy confuso con respecto al valor del acto médico: “Si observo con fidelidad este juramento, séame concedido gozar felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria”. No dice más nada al respecto y deja el punto sometido al vaivén de la historia y al desarrollo político de los pueblos. Es decir, las supraestructuras de una nación que determinan las políticas de salud pública y el ejercicio de la medicina. Ya no depende tanto del juramento el valor del acto médico sino de las políticas de un país. En ese orden de ideas, basta con hacer un seguimiento de las políticas de salud en Colombia para entender no sólo el colapso actual sino lo peor, lo que falta, porque, para corroborar los postulados de Murphy, las cosas van a empeorar.

Por eso, cuando padres de familia me consultan sobre el deseo de ellos o de un hijo de estudiar medicina, me siento en el deber, como parte de mi acto médico, de exponerles lo anterior de manera descarnada para que aterricen de su ingenuo romanticismo familiar y sepan qué deben esperar del ejercicio de la medicina en Colombia en el presente y en el futuro. Lo mismo le diría a un hijo mío. No se trata para nada del deseo o la capacidad de la joven, es algo mucho más complejo que está por encima de todos. A continuación, le suelto la positiva para no matar aquella ilusión que veía en los rostros de la foto de marras: sin embargo, si a pesar de conocer todo lo anterior, de saber que no te vas a hacer rico y que, por el contrario, tu esfuerzo y sacrificio no van a ser recompensados con justicia; si por encima de todo eso estás dispuesto al servicio, bienvenido al club.

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