Los noticieros de televisión del fin de semana se llenan de ruido cuando abren su agenda con el último asesinato ocurrido en alguna parte del país, o con la sucesión de accidentes de tránsito, o con el chofer borracho que la emprende contra el policía que cumple su deber de medir el nivel de alcohol. Así es la agenda noticiosa semana tras semana.

¿Alguien ha llevado la cuenta de las notas dedicadas a la investigación sobre la muerte de un universitario en el parque del Virrey en Bogotá? ¿Cuántas van sobre la presunta violación de una muchacha borracha en ‘Andrés carne de res’?

No son informaciones para informar sino para entretener y llenar el tiempo vacío de la teleaudiencia. El periodismo profesional no informa por informar; cuenta sus historias diarias para que su audiencia, ante ese contacto con la realidad reaccione, con indignación, con alegría preguntándose, tomando posición, decidiendo participar.

La que vemos es información para el tedio, que no cambia nada ni a nadie; que si se transmite o no se transmite da igual porque está destinada a la inutilidad y al olvido.

Con la información televisada está pasando que, por abundante y desangelada, ha dejado de informar. Es como el sonido de la lluvia, que arrulla el sueño pero no moja. Los muchos ruidos no dejan oír y ensordecen. Las noticias en número excesivo, una cada 20 o 25 segundos, desinforman porque todo lo que sucede parece tener el mismo valor: la violación de una niña por su padre, la matanza en una escuela de Estados Unidos por un enloquecido excombatiente de Vietnam, el borracho que mata unos niños con su auto descontrolado, todo desfila en un monótono formato de 30 segundos, con el mismo gagueo de la edición de imágenes y la misma consabida redacción de los textos.

Esa dosis violenta repetida día por día forma personas insensibilizadas por el acostumbramiento a lo sórdido. Una muerte, diez o cien no hacen una tragedia, sino una estadística; los padres que matan a sus hijos en medio de una borrachera no conmueven sino que fortalecen una generalización sobre la gente pobre.

Esa insensibilidad se consolida cuando la información legitima la actitud defensiva de quien, al ver tanto dolor ajeno, descubre que a él no lo ha tocado la desgracia todavía y se enconcha y blinda para que a él no le pase. De ahí sale el ciudadano desconfiado, a la defensiva, solitario e incapaz de pensar en el ‘nosotros’, sumergido en la ola individualista radical de nuestro tiempo.

Repantigado en su silla, el televidente resulta convertido en juez de todos y de todo, con los muy escasos y frágiles elementos de juicio que le proporcionan las noticias de televisión. Sin contextos, sin oír a todas las partes, apoyado en la versión superficial del noticiero, decide quiénes son los buenos y los malos, quién es culpable o inocente; otorga calidad de héroes o de villanos a cuantos desfilan por la pasarela noticiosa.

Cuando terminan las noticias el televidente entra en el mundo rosa de los comerciales en donde todo es cosmético, calculado y artificial. Los protagonistas, los textos, los movimientos, todo obedece a un libreto que crea un mundo sin sufrimiento, sin injusticia, sin villanos o, en cualquier caso, con las soluciones milagrosas, o las fórmulas mágicas de los productos que se anuncian.

Los noticieros y la publicidad crean, cada uno a su manera, un mundo artificial, lleno de sordidez el uno, o de felicidad postiza el otro; pero tanto las noticias como los comerciales están hechos para producir la felicidad del dinero.

Y de eso se trata. Hay noticieros porque es la franja más sintonizada y, por tanto, es el paraíso de los anunciantes. Hay anuncios porque empresarios y comerciantes necesitan decirles sus medias verdades a los consumidores. Y todos están detrás de ese dios esquivo, acaparador de todos los cultos: el dinero.