Entre las realidades más desoladoras que los dueños de una casa pueden imponer a las empleadas domésticas está la dinámica que las convierte en madres, por un momento, y luego las regresa al estado de ‘muchachas de servicio’.

Ellas llegan a la casa para asistir a los ‘patrones’ en las labores de limpieza y cocina, pero nace un niño, luego otro, y también su cuidado se vuelve parte del trabajo. Entonces empieza la crianza: a veces la comparten con los dueños de la casa, pero con frecuencia son ellas las que permanecen la gran parte del tiempo con los niños. Para los patrones, la empleada es, en ese momento, ‘como la madre’ de sus hijos, o una ‘segunda madre’: dicen esto con condescendencia, a veces, y a veces con perspectiva. Para los niños, sin embargo, ellas son sus madres: el ‘como’ no existe.

Y cuando los padres biológicos o adoptivos participan activamente en la crianza, la empleada no es, para el niño, una ‘segunda madre’ sino una de sus madres: en ese momento no existen las jerarquías.

Las niñeras, sin embargo, sí son conscientes de las jerarquías impuestas por los ‘patrones’ —no quiero decir que por la sociedad, en abstracto, pues sería exculparlos de la crueldad que reproducen en su propia casa— y saben, dolorosamente, que esos niños que están criando no son sus hijos sino ‘como’ sus hijos. Ellas tienen que ver, muchas veces, cómo se transforman: los bebés se vuelven sus jefes, a medida que van incorporando la exclusión social que existe afuera y adentro de la casa. A esto contribuyen los ‘patrones’ cuando piden a sus hijos que se distancien de las empleadas, sin entender que lo que están pidiéndoles es que se distancien de sus madres: los someten, así, a una orfandad.

He visto en guarderías cómo un niño sale corriendo a abrazar a su niñera cuando la profesora le pide que abrace a su mamá, y cómo un niño dibuja a su nana cuando quiere dibujar a su familia. También he visto cómo algunos padres —celosos por el cariño que se profesan sus empleadas e hijos, o preocupados, incluso, por parecer padres fallidos, como si el amor que sienten los niños por quienes los cuidan expusiera su ausencia— imponen a gritos la mencionada orfandad: piden a sus hijos que no saluden de beso a la ‘empleada’ (ya no es ‘como una madre’) o que se dirijan a ellas en ‘usted’. “No somos iguales”, dicen. Y ellos, los niños, empiezan a notar las diferencias: una de sus madres duerme en un cuarto aislado, pequeño, y en los edificios toma un ascensor distinto (el del ‘servicio’). Una de sus madres prepara y sirve la comida, pero no se sienta en la mesa, a pesar de que haya puestos vacíos y sea ‘como de la familia’.

Y he visto cómo, después de un tiempo, erradicado totalmente el estatuto de madre, muchos hijos, ahora adultos, se separan aún más de ellas: les devuelven un plato de comida cinco veces, porque está muy caliente o muy frío; las tratan con suspicacia, como posibles ladronas; y cuando se reencuentran, después de años de lejanía, y ellas saludan de beso a quienes fueron sus hijos, estos alzan las cejas, indignados por las confianzas de las ‘muchachas’.

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