Aprendí en el colegio, aún antes de empezar el bachillerato, que la atmósfera protege la vida sobre la Tierra, absorbiendo gran parte de la radiación solar. Mientras nos enseñaban en clase de Religión que Jesús subió al firmamento para reunirse con Dios –esto, como un hecho real, comprobado–, en clase de Ciencia estudiábamos los planetas: leíamos que unos fueron descubiertos al observar el cielo con un telescopio, y otros, tomándole fotos a la noche estrellada.

Al tiempo que me llenaba de datos que me dejaban estupefacto –todos, a decir verdad, concernientes al tamaño del universo y la distancia entre las cosas–, trataba de conciliar lo que aprendía en ambas clases: imaginaba, pues, a Jesús en la capa gaseosa, más externa de la Tierra, elevándose aún más para llegar a Dios, atestiguando de cerca el paso de un cometa, admirando el cinturón de asteroides vecino a Marte. Y cuando recordaba que Júpiter es mil veces más grande que la Tierra o que Saturno está novecientas millones de millas más lejos, me preguntaba si él, en su viaje, sintió vértigo por tanta inmensidad.

En ese intento de reconciliación de informaciones, terminé decidiendo que el destino final de Jesús estaba encima de los cuerpos celestes, más allá del espacio exterior. En otras palabras, imaginaba tres capas: la atmósfera terrestre, el espacio y el cielo de Dios.

Pienso ahora que terminé llegando a semejante conclusión, haciendo semejante mezcla, por dos motivos: la curiosidad y la muerte de la curiosidad. Por la curiosidad me pregunté qué tenía que ver Jesús con los planetas –qué relación podía tener él con esa tormenta roja en Júpiter, que ha durado siglos, o con las lluvias de diamantes en Urano y Neptuno– y por la muerte de la curiosidad dejé de hacerme preguntas, quizás por el miedo a que ambas informaciones fueran irreconciliables, quizás por una incapacidad, o pereza, de seguir preguntándome cómo y por qué, cómo y por qué, indefinidamente.
Cada vez que conozco la noticia de un nuevo descubrimiento astronómico –los cinco mundos encontrados en la constelación de Cáncer, visible al ojo humano; los planetas parecidos a la Tierra, solo que diez veces más grandes– vuelvo a esa imagen de la infancia: Jesús, entre estrellas, cruzando la galaxia para volver a Dios. La siento hoy como la imagen de una búsqueda (de respuestas) y una pérdida (de preguntas). La búsqueda trajo imaginación; la pérdida, una renuncia al pensamiento crítico.

En países católicos como el nuestro, en los que es tan frecuente resignarse ante el misterio, la educación debería lograr que el misterio nos estimule –desde el misterio de la Trinidad hasta el misterio del universo. Hacernos capaces de preguntarnos cómo es eso de que hay tres personas en una, seamos o no creyentes, o cómo se formaron legiones de mundos, esos colosos de roca y hierro, a partir de nubes de polvo. Preguntar y preguntar hasta llegar a otras preguntas; esto es, a nuevos misterios. La educación debe darnos, ante todo, la facultad de reeducarnos.

Por esa facultad hemos visto lo que somos desde otros planetas: un punto azul, pálido, que aunque tuviera un millón de veces su tamaño seguiría siendo un punto en el universo. Y es un misterio para celebrar: que a pesar de nuestra pequeñez, hoy podamos ver directamente la infinidad.

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