Fue en enero de 2006, en Cartagena de Indias, Colombia, y fue la primera vez que vi a alguien vestido íntegramente de jean. También fue la primera vez que conocí en persona a un premio Nobel.
Gabriel García Márquez entró por sorpresa en el aula de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, donde un grupo de periodistas cursábamos un taller de crónica con Alma Guillermoprieto.
Sorpresa porque hacía años que García Márquez no pasaba por esa ciudad, y eran muy pocos, y no precisamente nosotros, los que sabían que andaba por ahí.
Entró caminando despacio en el aula, sin decir una palabra, vestido con camisa y pantalón de jean azul oscuro, acompañado de su esposa y de un grupo de mujeres enormes y coloridas, como salidas de sus novelas, que revoloteaban hacendosas a su alrededor.
Se sentó en la misma mesa cuadrada en la que estábamos, y alguien le acomodó sutilmente un vaso de whisky al alcance de la mano.
Ya para entonces el autor de libros que yo había leído con fascinación, como Crónica de una muerte anunciada, Relato de un náufrago o Noticia de un secuestro, no escribía más.
Nadie lo decía de forma explícita, pero hacía dos años que había aparecido Memoria de mis putas tristes, una novela breve que no había convencido ni a los convencidos.
García Márquez, el hombre un poco enclenque y canoso, sordo de un oído y buen bebedor que se había sentado a nuestra mesa y se interesaba por el lugar de donde había llegado cada uno de nosotros, ya vivía de ser un premio Nobel.
Antes de dedicarme un ejemplar de El coronel no tiene quien le escriba con letra sinuosa (“A Maximiliano, ¡tan lejos de casa! De su GM”) tuvimos un diálogo en el que traté de hacerle una broma acerca de su famosa manera de evitar la ciudad donde su consagración comenzó: es sabido que Cien años de soledad se publicó en Buenos Aires en 1967, después de haber sido rechazada una y otra vez, y que desde entonces, por superstición, García Márquez jamás había regresado a la Argentina.
Jaime Abello Banfi, director de la FNPI, le sintetizó al oído mi propia historia, que le había resultado curiosa: a los 22 años yo había comenzado a trabajar en la sección Policiales de un diario porteño que, pese a la fanfarria de su lanzamiento, había durado en la calle apenas seis meses.
Siete años después, yo era una de las pocas personas que participaba de la reedición del mismo periódico, esta vez con 29 años y al frente del suplemento de Cultura. García Márquez sonrió y me dijo: “Tienes que escribir esa historia, me gustaría leerla”. Yo le dije que no había problema. Que se la enviaría apenas él volviera a viajar a Buenos Aires. Creo que la broma, como buen supersticioso, no le hizo mucha gracia.
Después festejamos su cumpleaños número 79, nos hicimos unas fotos, nos firmó algunos libros y con mis compañeros de curso, una vez que la celebración había terminado, secuestramos la torta y la terminamos de comer esa misma noche en la terraza de nuestro hotel.
García Márquez no volvió nunca a Buenos Aires. Tampoco volvió a escribir ficción, desde entonces y hasta su muerte. Yo trabajé cinco años más en aquel diario y tampoco escribí aquella historia. ¿La habría leído realmente si la hubiera escrito? Yo creo que no, que tenía cosas mucho más importantes que hacer: preocuparse por su salud, viajar por el mundo, emitir opiniones políticas no siempre atinadas (el Nobel suele ser un premio y una condena: mata al escritor y lo convierte en una peregrina figura de bronce). Ahora, de todas maneras, ya nunca podré saberlo con seguridad. Y está bien así...
Tomado del periódico La Nación, de Argentina