Mañana hace 20 años, el 20 de septiembre de 1994, a las 11 y 30 de la mañana, se fue de este mundo Alfonso Fuenmayor.

Personaje de Macondo, Alfonso es el muchacho que se ajusta los anteojos para examinar mejor los botines de un coronel sin suerte que no tiene quien le escriba. Uno de aquellos primeros y últimos amigos de Aureliano Babilonia, que comenzaban sus sesiones tormentosas de literatura en la librería a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer. Ese que andaba con los bolsillos llenos de recortes de periódicos y manuales de oficios raros. El mismo que agarró alguna vez a un loro, le torció el pescuezo y lo echó en un sancocho de gallina.

Personaje de Barranquilla, donde había nacido miope el 23 de marzo de 1917, Alfonso Fuenmayor Campis hizo su primer poema a los 15 años, motivado quizás por el ambiente literario que se respiraba en su propia casa, cada vez que Porfirio Barba Jacob, Jaime Barrera Parra o Clemente Manuel Zabala o todos juntos, o tantos otros, visitaban y se ponían a conversar durante horas y horas con su padre, el gran cuentista costeño José Félix Fuenmayor.

En 1940, Alfonso vino de Bogotá, donde estudiaba Filosofía y Letras, para gozarse unos carnavales pero un súbito ataque de apendicitis lo envió al hospital.

Después de la operación, mientras escuchaba la radio, se enteró de la llegada de don Ramón Vinyes, que ya era una leyenda en Barranquilla. “Un día –cuenta Alfonso– le anoté unos libros a mi papá para que me los consiguiera. Le pedí Rimbaud, el vidente”. Impresionado por los gustos literarios del muchacho, Vinyes, amigo de José Félix, quiso conocerlo. Ese fue el ingreso histórico de Alfonso y de su generación en aquel combo de amigos que los observadores del interior empezarían a llamar, desde mediados de los cincuenta, el Grupo de Barranquilla, ese que hizo durante catorce meses la revista Crónica.

A Alfonso Fuenmayor, como al resto de cofrades de La Cueva, hay que conmemorarlo en extenso, pero en el breve espacio de esta columna, permítanme recordarlo con una pequeña anécdota humorística que él mismo contaba con gran seriedad.
Un periodista de la televisión española lo había entrevistado sobre su relación con García Márquez y le preguntaba por las diferencias entre costeños y cachacos. Alfonso le respondió:

“Hay expresiones que señalan esas diferencias. Los cachacos dicen uña y mugre, los costeños decimos uña y carne. Es lo mismo, pero no es lo mismo mugre que carne. Nosotros decimos puso el dedo en la herida, ellos dicen puso el dedo en la llaga y no es lo mismo herida que llaga”.

“Los cachacos –continuó Alfonso– lo abruman a uno con sus saludos, que son un diluvio de expresiones, algunas corteses, otras corteses solo en apariencia: qué gusto de verte, cómo están los tuyos, pero qué maravilla tenerte aquí de nuevo, es una dicha poder hablar contigo, cómo te acabó de ir, déjate atender, quiero verte para que comamos juntos, qué milagro encontrarte. Yo tengo un amigo, Francisco Pacho Cote, que resolvió así esta catarata de formulismos sociales: Qué milagros estás, ala”. (Continuará).