Hace pocas semanas, un post en Facebook decía que el matoneo padecido en la infancia impide luego a la víctima ser buen artista. Expresé mi desacuerdo citando a una serie de creadores –con Warhol, Capote y Orton a la cabeza–, que fueron víctimas de matoneo y lo sacaron a flote precisamente con su arte. La discusión sobre el tema no es asunto nuevo. De hecho, Norman Mailer dijo alguna vez sobre James Baldwin: “Uno querría a veces entrarle a martillazos al cristalino domo de su ego y reducirlo a lo que habría de ser el manojo de nervios más mágicamente atormentados de nuestro tiempo. Hasta que eso suceda, está condenado a ser un escritor menor”. A lo que Baldwin (negro y gay) contestó: “Creo saber más sobre la masculinidad norteamericana que la mayoría de los hombres de mi generación porque no han sido amenazados por ella como lo he sido yo”.

Recordé este debate tras ver The imitation game, el biopic sobre Alan Turing nominada al Oscar como Mejor Película, cuyo protagonista se asemeja al de Brokeback Mountain (la primera cinta que abordó un tema similar nominada al mismo premio) en cuanto a que se trata de un homosexual que, por la falta de habilidades para relacionarse, arrastrado por la discriminación y el miedo a que se conozca su orientación sexual –“entre mayor es el secreto más vulnerables somos”–, vive en su propio mundo de aislamiento para sobrevivir. Así, mientras la ficción de Enis del Mar se desarrolla en solitarios parajes de pastoreo, la del padre de la informática transcurre en la habitación oscura de un castillo a las afueras de Manchester. En ambas cintas la tragedia de la soledad gay es igual: si uno se autocastiga con la muerte social, el otro se suicida.

Alan Turing, el hombre que logró decodificar los planes secretos de los nazis, padeció una niñez de matoneo por cuenta de sus compañeros de pupitre. Y hasta de manoteo, al punto de haber sido enterrado bajo la madera del aula de clases. Para evitar dar satisfacción a quienes lo golpeaban por ser diferente –es decir, más inteligente–, hizo de sus emociones una coraza de frialdad, y, de su imaginación, su mayor compañía, tras inventar lo que con los años se convertiría en uno de más usados inventos de la modernidad: el computador.

Turing se parece a Warhol en la impresionante capacidad para ver, desde su autismo, lo que otros no veían. Pero también, en que nunca lograron madurar sus emociones: cuando no fueron más unos niños grandes, fueron unos grandes niños. De hecho, según Turing, “en vez de intentar producir un programa que simule la mente adulta, ¿por qué no tratar de producir uno que simule la mente del niño? Si ésta se sometiera entonces a un curso educativo adecuado se obtendría el cerebro de adulto”.

Ironías: el hombre que ayudó al triunfo de los aliados en la guerra –para algunos, un asunto de machos– fue luego sentenciado por la “fragilidad” de sus gustos sexuales. Y la soledad que lo llevó al suicidio, es la misma que hoy día tanta gente se niega o disfraza usando la máquina que él inventó, y que bautizó –para nunca olvidarlo– con el mismo nombre del único y gran amor de su infancia.

Alonso Sánchez Baute
@sanchezbaute