Por estos días me topé con la historia de Polidoro Plata Rueda.

Se trata de un comerciante e industrial oriundo de Santander, que decidió migrar de su tierra y echar raíces, literalmente, en Barranquilla.

Cuentan sus herederos que Polidoro, hombre de buen hablar y bien actuar, desarrolló una especial obsesión por la naturaleza y, particularmente, por los árboles.

De hecho, decía que “un árbol frente a nuestras casas es equivalente a una gratis y bien provista droguería”, porque la parte inferior de las hojas “captan los gases nocivos que expiran los seres vivientes para devolvernos el oxígeno puro vital para nuestra existencia”.

Don Polidoro creía en los efectos curativos de las plantas y tenía una para cada dolencia o enfermedad. Algunos, inclusive, lo creían loco, porque decía haber encontrado la técnica para cosechar papa y cebolla en tierra caliente.

Las plantas eran, al lado de su esposa Margoth y sus cinco hijos, el amor de su vida.

El asunto es que como miembro de la junta directiva de la Sociedad de Mejoras Públicas promovió lo que fue denominado por los periódicos de la época como Operación Primavera, que consistía en sembrar millares de cauchos, ceibas, robles –amarillo y morado–, bongas, acacias, matarratón, lluvia de oro y florón o azucena del sagrario en las calles, patios y parques de la ciudad.

La iniciativa tenía dos métodos: uno ortodoxo, que consistía en regalar las plantas a todo aquel que escribiera pidiendo una y notificara la nomenclatura de la casa donde sería sembrada. Por esta vía fueron plantados en 40 meses, en los años 70, unos 500 mil árboles en Barranquilla.

El otro fue fruto del ingenio de don Polidoro, que de tarde en tarde colocaba montones de plantines, bien abonados, en la terraza de la casa, para que todo aquel que pasara se llevara uno, sin consentimiento. El ilustre comerciante se escondía detrás del frondoso árbol de caucho que había en la entrada de su vivienda para ver el sigilo con el que los piratas de la espesura se apropiaban de la lata que alguna vez almacenó leche en polvo, y luego se moría de la risa con sus hijos en la sala de la casa, festejando la ingenuidad de los ladrones.

No está claro cuántas se llevaron ni cuántas finalmente plantaron. Pero pronto, las calles de Barranquilla empezaron a formar túneles verdes, donde a las 12 del día los árboles se retrataban.

Aunque el fenómeno urbanizador fue acabando con todo, a ese robo consentido se debe, en parte, las temporadas de flores amarillas que, por estos días, hace reír a la capital del Atlántico.

En una ciudad forjada también por el tesón de los foráneos que llegaron hasta aquí huyendo de las guerras fratricidas de sus países, don Polidoro hizo su parte. Nos regaló un jardín que anticipa las fiestas.

Su misión, según cuenta su hija Sara Plata, era devolverle a Barranquilla algo de la felicidad que esta le había regalado. Un pensamiento ojalá inspirador para las legiones de extranjeros (de Calamar para allá todos lo son) que por estos días siguen llegando a la ciudad atraídos por lo que ya podemos llamar el ‘sueño colombiano’.

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@AlbertoMtinezM