No es fácil resumir, en unas cortas líneas, los diferentes usos que generalmente le damos a la palabra “vaina”. Pero dejémonos de vainas, porque lo lograremos, a pesar de que a cierta edad la vaina se torna difícil, porque no es la misma vaina una mente joven que la de un adulto mayor que, de pura vaina, se acuerda cómo se llama, y le da vaina con un amigo íntimo cuando se lo encuentra y no recuerda su nombre, y entonces lo único que se le ocurre decirle es: “¿Ajá, compañero, como está la vaina?”. Pero que no nos vengan con vainas los jóvenes, porque los mayores sabemos de muchas vainas viejas, de antes, y esas vainas viejas son nuestra historia. La vaina es poder recordarlas para contárselas a algunos de nuestros nietos, aquellos que de vaina se interesan en el pasado –que no son todos–. Les comento que, recientemente, me metí en vainas porque se me bloqueó el “vainoso” ese –como le llamo yo al computador– que, aunque es muy útil, tiene sus vainas fregadas y yo solo lo uso para escribir mi columna en EL HERALDO, pero cuando se traba el maldito, reniego con un “Carajo, qué vaina con el consiánfiro este”. Y es que no deja de ser una vaina fregada que uno a veces no pueda controlarse y empiece a echar vainas por todo, pero son vainas normales de la edad. Sin embargo, mi señora se molesta cuando me oye echando vainas, y aunque no me dice nada, porque ella es educada, seguro estará pensando: “Qué vaina con mi marido; últimamente se le ha dado por echar vainas por todo”. Pero como yo a ella la quiero mucho, le aguanto toda clase de vainas. Ahora solo espero que no sean mis amables lectores quienes me echen vainas, por la cantidad de vainas que tiene esta columna. Pero, cualquier vaina, no me voy a resentir.
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