Van llegando. Los pasillos vacíos se empiezan a llenar de murmullos que rápidamente ganan en intensidad y sonrisas. Las escaleras ayer inmaculadas hoy soportan el subir y bajar que acompaña el ubicarse. Los libros cruzados al frente delatan a los nuevos. Los que ya no lo son tanto se juntan en la mesa de siempre hasta que falten 5 minutos. Algunos no llegarán y otros lo harán luego. Casi siempre es así. Es el primer día de primavera. Es, otra vez, el primer día de clases.

Después de más de una treintena de veces vividas, la lógica apunta a encontrar iguales los inicios de un semestre académico. Al fin y al cabo, pasa ahora y en 6 meses pasará de nuevo. En un nivel meramente descriptivo, los estudiantes llegarán y los profesores los recibiremos con la información de lo que se hará en las 16 semanas de clases. Hablaremos de evaluaciones, bibliografía y algún proyecto en particular; y haremos lugar común con las expectativas, las recomendaciones y los iniciales consejos. Ellos, muy acuciosos, sabrán más de nosotros que nosotros de ellos antes de cruzar por la puerta del salón: “A este no le llegues tarde”, “a aquel le gusta que la gente hable”, “ese es ‘relajado”, “ese otro es ‘teso”. Lo nuevo del semestre no resetea la historia acumulada de experiencias y saberes compartidos. Los profesores, en ese sentido, vamos ganando a la vez que perdiendo. Nos debemos esforzar mucho si queremos sorprenderlos.

Pero lo que la lógica pretende entender como igual se topa, afortunadamente, con la incertidumbre que produce el lienzo en blanco. Cada alumno es distinto, cada una de sus historias es distinta. Algunas están llenas de angustia, otras de esfuerzo, unas más de carencias, otras de oportunidades heredadas. Nada puede ser igual cuando ellos no lo son. Puede que sea la misma asignatura, pero no es la misma clase. En un ejercicio humano y egoísta, a veces los profes nos quejamos demasiado de lo que interpretamos como vacíos en las competencias básicas de un estudiante universitario. Se nos olvida que ni ellos ni nosotros somos perfectos, y que eso que creemos vacío es una oportunidad, una invitación. Cambiar la queja por lo que no es por el reto de lo que queremos que sea es el primero de los propósitos que como educadores nos debemos trazar.

El nuestro es, sin atisbo de duda, un trabajo complicado. Toca pelear en inferioridad de condiciones con la atención fragmentada que produce el celular a la mano. Puede incluso que nos termine pareciendo que la velocidad de digitación que exhiben los alumnos es inversamente proporcional a la atención que nos están prestando. La opción de restringir existe y muchas veces toca acudir a ella; pero mejor opción es hacer de nuestra clase una experiencia de aprendizaje compartido que no admita distracciones. Llegará el momento, si lo hacemos bien, en que dejar el celular en el bolso o en el bolsillo será una decisión antes que una imposición; y siempre será mejor decidir hacerlo que hacerlo obligado.

Nadie dijo que sería fácil, pero no por ello deja de ser un maravilloso viaje. Ser maestro es una bendición, porque no todos los días se ve un lienzo en blanco empezar a llenarse de colores. Ojalá nunca paren estos primeros días. Ojalá se repitan para siempre.

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@alfredosabbagh