Señor lector, señora lectora, ¿qué harían ustedes si sorprenden a su hija de 8 años jugando desnuda con uno de sus hermanitos? ¿Cuál sería su reacción ante un hecho tan particular? ¿La indignación subiría por sus espaldas como un virus y en pocos segundos sus rostros enrojecidos confirmarían que sí es posible, contra todos los pronósticos, estar más iracundo que el senador Uribe? ¿Arrastrarían fuera de la habitación a la pequeña transgresora y, con su llanto de fondo, la obligarían a vestirse de inmediato para luego darle paso a una aleccionadora paliza? ¿Acaso, luego de la tanda de correazos, obligarían a la niña a arrodillarse frente a alguna imagen de la Virgen para ver si, de pronto, Nuestra Señora intercede ante su Hijo amado y la niña puede salvarse de las llamas del infierno?
Tal vez ustedes son un poco más modernos, más civilizados, y quizás acudan a los consejos profesionales de un psiquiatra o de un exorcista o de un brujo, para hacerle entender por las buenas a la niña curiosa que jugar sin ropa con el hermanito es un hecho inaceptable ante los ojos de la sociedad, las buenas costumbres, la sanidad mental y, por supuesto, los valores cristianos. O a lo mejor tratarían de explicarle, valiéndose del siempre útil recurso de los muñequitos de plastilina, los fundamentos que dan forma a la moral occidental, consignados en algún libro de Hume o de San Agustín.
Hay una señora, una joven madre de 24 años, a quien el destino la enfrentó, hace unos días, con la escena descrita más arriba. Ella no sabe quién carajo es San Agustín y es muy pobre como para desperdiciar una bola de plastilina en explicaciones inútiles y obviamente una cita con el psicoanalista se escapa por mucho de su exiguo presupuesto familiar. Así que, ante la imagen de su hija de 8 años jugueteando desnuda con su hermano, predeciblemente se dejó subyugar por la ira. No recurrió a la zurra con correa o pringamoza, no arrastró a la endiablada criatura por el pelo ni la sumergió en las aguas empozadas de la batea del patio; no pensó tampoco en el efecto purificador de las oraciones frente a la imagen de la Virgen. No, su instinto de madre de rostro enrojecido la condujo a una solución definitiva, aleccionadora de verdad, para que su pequeña entendiera, de una vez y por todas, que hay límites que no se pueden traspasar; no, esta falta tan grave merecía una sanción ejemplar, como debe ser. Por eso, Ana Helena Torres, residente en San Pablo, sur de Bolívar, en el instante en que atrapó a su hijita mientras jugaba desnuda con su hermano, decidió quemarle la vagina con una cuchara caliente, para que aprenda.
Señor lector, señora lectora, ¿qué hubieran hecho ustedes en el lugar de Ana Helena? ¿En sus alacenas hay cucharas soperas de sobra que puedan usarse para ejercer su autoridad de padres cuando sea necesario?
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