Ágora, del griego “reunión”, es el lugar de encuentro donde se ejerce el más civilizado de los diálogos: el diálogo de la ciudad consigo misma a través de interlocutores múltiples y simultáneos. Era la plaza, pero ya no existe. Son los parques, pero tampoco. Los que hay son, si acaso, un pedacito verde que prolonga la aridez del cemento antes que atenuarla, un mísero verdecito pavimentado, para colmo, y vuelto esquina o trámite de gimnastas somnolientos con unas luces como de galería de vanidosos en ascenso místico. Y uno atesora la secreta esperanza de que la urbe toda se integre a la naturaleza, que sea una maqueta del Cosmos, pero cada vez hay menos árboles, además los edificios y la contaminación, incluso la mental, no dejan ver el firmamento constelado de donde todos venimos.

Ágora, en últimas, no es un lugar físico, sino un espacio espiritual. Es el espacio donde quienes no formamos parte de la dirigencia de la urbe, ni detentamos poder alguno, como no sean los que se derivan de aptitudes inmanentes para sentir y soñar, nos encontramos para imaginar la ciudad que ningún alcalde ha imaginado. Entre otras cosas, la Alcaldía debería ser un ejercicio colectivo de imaginar ciudades, no un monólogo lamentable. Urbes para todos, ciudad con todos. Existe, no es ninguna utopía, está dentro de cada uno de nosotros, es nuestro mejor estado del alma. Cada vez que criticamos esta ciudad lo hacemos desde una ‘polis’ soñada por el ágora. Una ciudad que es cosmos, orden, y no caos, hijo mítico del egoísmo.

Pero para eso tenemos que cultivar varias disciplinas ciudadanas que no estamos habituados a ejercer. La primera de ellas es la imaginación histórica, que nos puede llevar a descubrir, por ejemplo que la ciudad nunca fue lo que dicen que fue, que el pasado es un invento y, como tal, puede volver a inventarse. Hay que contar, y contarnos, una historia no oficial. Verbigracia, la de los no pocos grupos anarquistas que había en Barranquilla a comienzos del siglo XX, y otra vez la leyenda de la revista Voces, o la de los seis diarios que existían simultáneos en 1915, hace exactamente cien años de ineptitud, egoísmo, mezquindad y falta de grandeza. La segunda, es la sensibilidad. Sentirse uno mismo, sentir al otro, a todos los otros sentires, sentir el entorno donde el cielo se enferma de smog, cemento y vanidad provinciana biselada con vidrios azules. Si no sientes, de nada te sirven los discursos más sesudos sobre desarrollo urbano. Onanismo verbal.

Y, entre las disciplinas, la tercera, pero jamás la última, es la urgente necesidad de que ampliemos la mirada. Porque aquí los pigmeos, que no ven más allá de sus narices, sienten pánico, disimulado de falso escepticismo y prepotente desprecio, cada vez que ven venir un pensamiento gigante, un doble troque, por la autopista de las ideas. Por eso, mi caro exalumno Alfredo Sabbagh, agradezco de corazón urbano el ágora, el espacio espiritual de encuentro donde nos reunimos para pensar una urbe justo a la medida de nuestros sueños más entrañables, esos que nos regaló en la infancia la ciudad-madre, la matria, la eterna Barranquilla de nuestras almas.

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