La zancadilla de la camarógrafa húngara Petra Laszló es un motivo de vergüenza y de reflexión para los periodistas.

La escena, difundida por los noticieros de la televisión mundial, muestra a un migrante con un niño en su brazo izquierdo, mientras con el derecho sostiene dos bolsas que son todo su equipaje. Cuando, empujado por un policía cruza corriendo, la camarógrafa le pone zancadilla y el hombre se precipita al suelo con peligro para el niño y asombro del mundo.

¿Por qué lo hizo? Fue la espontánea pregunta de la teleaudiencia, que entendió más cuando conoció el antecedente próximo de las patadas de esta mujer a un niño y a una mujer migrantes.

La expulsión de esta camarógrafa del canal de televisión en que trabajaba fue coherente con la convicción de que el periodista, cualesquiera sean sus creencias, debe tener la capacidad de poner el interés del público por encima de sus posiciones personales. El periodista, por tanto, mantiene una conducta y un lenguaje universales, porque su servicio es universal, es decir que debe ser útil para todos.

Informar solo para sus correligionarios es mutilar el alcance de su actividad y reducirlo al ámbito estrecho de las publicaciones doctrinarias y de propaganda.

Pero, además, Petra, con esa zancadilla infame se convirtió en el ícono de una vieja enfermedad, trasplantada a nuestro tiempo: el fanatismo.

El fanático mira en una sola dirección, como los caballos con anteojeras: la de su equipo favorito si pertenece a una barra brava; o la de su líder político si es un fanático partidista; o la de su credo religioso si el suyo es el peor de los fanatismos, el que se alimenta de creencias religiosas.

Una religión fundada en el amor a los demás, como es la cristiana, se convirtió al fanatismo cuando apeló a las armas para combatir a los ‘infieles’, que fue el nombre estigma para los que pensaban y creían distinto. Esto es lo que significan los cruzados convocados en 1095 por el papa Urbano II. A partir de entonces todo pareció legítimo si se actuaba en nombre de la fe. La Inquisición, las quemas y condenas de libros, la guerra contra los nativos del nuevo mundo, la destrucción de sus templos y símbolos religiosos, los abusos de conquistadores y colonizadores, convertidos en dueños del mundo.

Si los cristianos no destronaron emperadores fue porque no pudieron, pero estaban convencidos de que toda la tierra debería ser cristiana, sin cabida para ninguna otra religión. Así apareció el más letal de los argumentos entre los cristianos: al creerse la parte buena de la humanidad, concluyeron que era su deber destruir la parte mala, o sea la que no creía ni actuaba como ellos.

Obedientes a la pasión y al culto de sí mismos, los fanáticos solo creen en el dogma en que han convertido su visión del mundo. Lo contrario del sueño de Tomás Moro. “El intolerante, escribía el exministro inglés, como ser racional pertenece al mundo animal, considerado por debajo del nivel del hombre”. Dado el catolicismo de Moro en aquel siglo XV, su discurso antidogmático y antiautoritario, abierto al pluralismo religioso, tuvo la fuerza de un testimonio profético.

En esos años de cruzados, de expulsiones de moros y judíos, era inimaginable el ideal de los pueblos decentes de la tierra hoy cuando la xenofobia y gestos como el de Petra se miran con un rechazo cada vez mayor.

Ha llegado a ser una convicción que “si hoy existe una amenaza contra la paz del mundo, esta proviene del fanatismo, o sea, esa creencia ciega en la propia verdad y en la fuerza capaz de imponerla” (Isidro H. Cisneros, Los recorridos de la tolerancia).

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