Con este Gobierno no se trata de averiguar si hay o no trampa de por medio. Es más sencillo. Hay que averiguar, solamente, cómo se hará la trampa.
Se complicó el compromiso solemne de darle al pueblo la última palabra sobre eso que llaman los acuerdos de paz. Un referendo, que es lo obvio, resulta demasiado complicado. Una Asamblea Constituyente, demasiado democrático. Tampoco hay que meterle tanta solemnidad al asunto. ¿Qué hacer, entonces? Pues un plebiscito, nada menos.
Por supuesto que Juampa no sabe en qué consiste una cosa de esas. Pero como dicen por ahí, le suena, le suena. Sobre todo cuando le explican que no obliga a nada, y que es tan expedito como que la gente apenas tiene que decir sí o no.
De modo que para plebiscito vamos, señores. ¿Cuánta gente en Colombia sabe de qué se trata la figura? Tratemos de contarles a nuestros queridos lectores de qué cosa hablamos.
Los plebiscitos se usaron en la antigua Roma, para que los plebeyos se contentaran con ciertas concesiones que los patricios les hacían. Demasiado antigua la criatura como para una clase de Historia y Derecho de la vieja Roma.
En lo que se llama la Edad Moderna, el plebiscito se inaugura con Napoleón, para legitimar el Golpe de Estado de Brumario, el que le dio al Consejo de los 500, para cerrar la Revolución de 1789. Sepultar el Directorio y abrirle el paso, nada menos, que al Consulado y al Imperio.
Desde entonces ha sido un medio ideal para que los déspotas justifiquen lo que quieren hacer, dándole a su querer un ropaje de legitimidad democrática. Sobre los temas más complejos, sobre las cuestiones más arduas, de las que se desprenden mil consecuencias, al pueblo lo consultan para que diga sí o no. Y es todo. Cuando se descubren los excesos, ya es tarde. ¿Y al fin y al cabo, no nos dijeron que sí?
Pues ese es el sistemita que fue predilecto de los que recompusieron a las patadas el mapa de Europa después de la Primera Guerra Mundial. Hitler fue mago de los plebiscitos, que le encantaron también a Mussolini. ¡Es tan sencillo y agradecido! Un sí y ya está. Que lo demás corre por cuenta del autócrata, hombre.
Las conversaciones de La Habana se van a consignar en decenas de páginas de basura, de retórica, de pompa demagógica. Y a los majaderos que habitamos este país, más de 35 millones con derecho al voto, nos bastará con decir que sí o que no. Que sí o que no qué, eso para nada importa. Por ejemplo que sí a la paz. Lo demás lo ponen entre De La Calle y Timochenko, que para eso están. Y cambiarán todo el régimen político del país; y decretarán una Reforma Agraria, de venezolano estilo; y dispondrán la manera como se maneje el narcotráfico, con sus infinitas consecuencias; y garantizarán la impunidad de las Farc, y la dejación de las armas, para que las tengan disponibles, por si acaso; y acabarán con el Ejército; y dispondrán un nuevo Régimen Tributario; y crearán un socialismo a la cubana, que ha sido tan exitoso.
Y que nadie se queje. Porque al que diga una palabra se le recordará que ya dijo sí. Sí a todo. Sí, sin arrepentimientos posibles, ni exámenes ni condiciones. Lo demás lo dirá el Congresito, y lo que falte, el Tribunal de Justicia. Hay que tenerlo listo para los extraviados que protesten.
Plebiscito a la vista. Dictadura garantizada. Fin de cualquiera ilusión democrática. Fantástico, ¿verdad?