La crisis económica no está próxima, ni es lejana amenaza. Estamos en ella y es cosa de medirla en sus efectos y pensar en cómo y cuando dejarla atrás.
Hay dos cosas a las que los economistas temen, porque son pavorosamente dañinas: la inflación y la recesión. Pero hay algo todavía peor, cuando se combinan esas dos criaturas para engendrar la estanflación.
El Banco de la República se había comprometido a comienzos de este año con una inflación, o si se prefiere con un aumento general de precios, que estaría en lo que llama el rango meta de entre el 2 y el 4%. Lo deseable y más probable para el Emisor, era un 3% para el fin de diciembre.
Pues las circunstancias volvieron trizas esas proyecciones y a finales de octubre ya nos situamos en el doble de lo dicho. Nada menos que en ese punto. El doble. Pero lo peor es que la inflación de los alimentos, que es donde más duro pega el monstruo a la gente pobre, ya llegó al 9%, triplicando lo deseable y tolerable para la autoridad monetaria.
Bienvenidos, pues, al mundo doloroso y demoledor de la inflación. Pero nadie se sorprenda si la niña cobre nuevo impulso para el fin del año y termine en un endemoniado 7%.
Para combatir la inflación aplican los manejadores de la moneda la dura medicina del aumento de las tasas de interés, que el Banco había mantenido quietas por muchos meses. Y no por pereza de moverlas, sino para soslayar el peligro que las tasas altas implican, que es precisamente el de impulsar una recesión.
Pero nuestro problema está precisamente ahí. Y es que nos agarró la inflación en medio de una terrible crisis recesiva. Eso se llama también caída en el crecimiento o enfriamiento de la economía. Para que estos países pobres no tengan que sufrir depresiones en el empleo, pobreza generalizada y desequilibrio social, deben crecer entre un 5 a un 6% anual. Pues la segunda pésima noticia es que por piruetas que haga el Dane el PIB solo crecerá este año un 2.5%. (El PIB es todo lo que la economía produce en un período).
De manera que para detener el carro inflacionario es preciso ponerle frenos al crecimiento. Y eso es lo que está haciendo el Banco de la República. Curando al enfermo con una medicina más que dolorosa.
Como las desgracias y los patos, estas malas noticias no andan solas, sino en bandadas. Por contener imprudentemente el tipo de cambio durante años, se nos vino encima una devaluación masiva de más del 50%, que nos empobreció a todos en esa colosal proporción. Y como que no nos preocupa. El dólar altísimo trae más inflación, encareciendo todo lo importado y haciendo casi imposible el pago de la deuda externa. Andan por ahí, perdidos en el mundo, colombianos en la ruina, porque deben dólares. Y en la ruina estamos todos, porque se nos fue al cielo el valor de la deuda pública externa, lo que debemos pagar entre todos, gracias a cierta mermelada en la que nos gastamos, íntegra, la bonanza petrolera.
Las exportaciones se vinieron al piso. Y no solo las de combustibles, sino las de manufacturas. Esa caída ha costado en el año quince mil millones de dólares.
El Déficit Fiscal es el otro jinete del apocalipsis. Y se disparó. De tanto despilfarro y de tanta fanfarronada, las cuentas del Gobierno están peor de lo imaginable. Eso significa más impuestos, más deudas y más pobreza.
¿Quién dijo que la crisis estaba por llegar?