Había que verlo para creerlo: los jugadores de Colombia saliendo del campo de juego luego de caer derrotados ante Argentina, y un público jadeante y agotado, aplaudiendo con la frente arriba, brindándoles cariño irrestricto, apoyo sólido como el acero.

En ese momento entendí que aunque el Carnaval no había concluido con el remate apoteósico de una victoria, lo que estaba sucediendo valía más que cualquier celebración.

Si la historia no hubiera tenido el desenlace trágico que tuvo -¡Una derrota frente a Argentina en el Metropolitano!-, Barranquilla no habría tenido la oportunidad de demostrar la nobleza masiva que demostró.

Otro cinco a cero habría representado una fiesta colosal, desde luego. Ya veo a los noticieros nacionales dándose gusto con la imágenes de la gran celebración colectiva, las orquestas, el baile, los aullidos triunfales, los disfraces, la 84 y todos los ingredientes que caracterizan a un pueblo que posee Master, Doctorado y PHD en celebraciones.

Pero, con todo y que suena a consuelo trasnochado, el alma humana se desnuda mejor ante la adversidad. Celebrar las victorias consiste, principalmente, en dejar que las emociones fluyan. Aquí en el Caribe eso es cosa de todos los días. Digamos que es cosa fácil. Algo así como obedecer los latidos del corazón.

En cambio, perder –y sin embargo sonreír– tiene su gracia.

Ver al infranqueable Farid Mondragón con sus ojos colocados en el cielo, segundos después de que se le quedara paralizado al tirillo nefasto del “Piojo” López, constituye el más lacerante dolor del alma; presenciar el chorro de baba con que salió Mauricio Serna en el crucial penalty del minuto 7, taladra el pecho hasta lo más profundo; constatar la impotencia de los genios que se fueron quedando paralizados hacia los minutos finales es como la muerte misma.

Soportar todo aquello con estoicismo es privilegio exclusivo de un pueblo virtuoso. Constituye –en pocas palabras– lo que mi abuelo Ernesto McCausland Molinares intentaba enseñarme cuando salíamos de una derrota del Junior en el viejo estadio “Romelio Martínez”: Mijito –decía: Hay que saber perder”.

Desde ese entonces, hace treinta años, he perdido muchísimas veces. Pero solo ahora, tras el nefasto desenlace del Carnaval 97, vine a entender lo que quiso enseñarme mi abuelo, un hombre lleno de valores genuinos, como los hombres de antaño.

Nadie definió mejor lo ocurrido anteayer que el técnico “Bolillo” Gómez, el mismo al que una vez catalogaron de enemigo de Barranquilla. En la negra noche, que siguió al partido durante la rueda de prensa del Hotel Dann, el técnico se olvidó de los aspectos futboleros de la derrota, y se dedicó más bien a ponderar la ovación que los barranquilleros le habían tributado a la Selección Colombia cuando los jugadores ya salían de la cancha con la carga de la derrota a cuestas. “Barranquilla me devolvió el orgullo y la emoción”.

Que el capitán de semejante descalabro haya podido superar la pena en cosa de horas es un logro de Barranquilla y nada más de Barranquilla. La misma Barranquilla que de todas maneras fue a la 84 a celebrar la derrota como si hubiera sido una victoria.

Recuerdo, poco después del penalty, cuando el asombro cubría el Estadio como una carpa siniestra, a un amigo mío que tenía en sus brazos a su hijo de ocho años. Mi amigo, tipo muy inteligente y de gran sentido del humor, comenzó a mencionar razones alternativas por las cuales Colombia no podía perder. Dijo, por ejemplo; “¡Qué será de los negocios de la 84!”. Y otra razón que mencionó tuvo que ver con el hijo que tenía entre sus brazos con la camisetica de la Selección Colombia: “¡Lo que me va a costar el tratamiento psiquiátrico para manejarle el trauma a este pelao!”, exclamó.

Ahora, 24 horas después, estoy seguro que no hay tal trauma. Al contrario, la experiencia para el niño ha terminado siendo enriquecedora. Ahora ese niño sabe que perder no es asunto de tirar piedras, ni de llorar, sino de respirar profundo, y aplaudir.

El mensaje que los barranquilleros de hoy le acaban de lanzar al país entero constituye, por encima de todo, una conminación profunda a la paz, al entendimiento, a la tolerancia.

Pero mejor que todo, el ejemplo que esta bendita ciudad le ha enviado a sus futuras generaciones es mucho más trascendente que el de un simple partido de fútbol, transitorio e irrisorio en el contexto de la historia.

Una ciudad pletórica de nobleza y lealtad les ha dicho a sus ciudadanos del mañana “Sabemos manejar una celebración mejor que nadie. Pero también una desgracia”.