Me encontraba en Santa Marta, grabando cualquier cosa, cuando lo conocí. O, debo aclarar, lo escuché. Porque primero lo escuché y después lo conocí. Era una nota de piano tan delicada como poderosa, imposible de ignorar, y que parecía suspendida en el aire caliente de la mañana. Como hipnotizado por la melodía, me sustraje del asunto que me ocupaba, y decidí seguirla. La melodía me condujo a la ventana de un caserón. Estábamos en el centro histórico, en los años previos a la gran reconstrucción. Era una inmensa casa de estilo republicano, ya vencida por el paso del tiempo, su fachada descascarada, los apliques arquitectónicos en estado ruinoso. Me asomé por la ventana y por primera vez lo vi.

Era un anciano que flotaba en una galaxia remota, mientras interpretaba a Bach en un viejo piano espineta. Me sorprendió que el piano estuviese tan afinado, en medio de aquella semirruina y aquel abandono. Dentro de la sombría habitación ya no cabía una aguja. Allí parecían arrumarse todos los cuadros de la casa, en especial uno inmenso de dos gallos de pelea que podría ser del gran Rojas Herazo. También había suntuosos muebles y adornos, y al fondo una pequeña cama. Me quedé un tiempo observándolo y escuchándolo sin que él notara mi presencia, cuidándome de ser lo más discreto posible y no obstruir el místico momento de este virtuoso.

Unos minutos después lo interrumpió una anciana, que ingresó desde la calle con un portacomidas en la mano. Pronto el viejo dejó de tocar, abrió el portacomidas y comió con desgano, como si fuera una obligación. Abordé a la anciana a su salida de la casa. Ella vivía en una pequeña casa, justo enfrente. Me contó que ese hombre había pertenecido a una familia adinerada, pero ya nadie se ocupaba de él. Preocupados por los ladrones que entraban a la casa como Pedro por su casa, los vecinos habían decidido meter en esta habitación todo el mobiliario que quedaba, y además habilitarla para que el anciano durmiera y tuviera su piano. Ella, por caridad, le llevaba la comida todos los días. Ya no le quedaban familiares. El hombre jamás se había casado.

También por cosas del oficio, esa tarde subí al despacho del Alcalde. Mientras esperaba miré por la ventana y me di cuenta de que tenía una vista perfecta al patio del mismo caserón del pianista. Allí no quedaba nada de lo que debió ser una intensa actividad en otros tiempos. Reinaba la soledad, entre escaleras infinitas que no conducían a ninguna parte, inmensas columnas, ventanas con barrotes de hierro oxidado, un enjambre de palomas oportunistas. Alguien en la Alcaldía me contó la historia. Las dos hermanas del pianista, también eternas solteras, se habían matado en idénticas circunstancias, cayendo por aquellas escaleras y en épocas diferentes. Era esa la razón por la cual el maestro Darío Hernández se había quedado solo en la vida.

Luego volví a pasar por allí y lo saludé. Noté sus manos de virtuoso, pulcras, con uñas impecables, y sin una sola arruga, a diferencia de su rostro, ya vencido y extraviado por el paso de los años. Era en extremo cortés y amable, tan decente que de inmediato lo capté como un hombre fuera de su tiempo.

Días después le pregunté por el viejo a mi gran amigo José Rafael Dávila, historiador y uno de los hombres más cultos del Magdalena. Me contó que Hernández había sido en su juventud la gran promesa del piano en Colombia. Su familia tenía medios y lo envió a Europa a perfeccionar sus conocimientos. Tanto se destacó que en una noche memorable tocó para los reyes de Holanda.

Precisamente con ese mérito y esa fama regresó a Santa Marta. Siendo el nombre de moda en aquella pequeña ciudad, fue invitado a una fiesta. Allí le pidieron que tocara. El maestro intentó Mozart, pero la gente en la fiesta pronto comenzó a evidenciar aburrimiento. Uno de los asistentes, algún camaján de linaje y finca bananera, le pidió que tocara La múcura o El helado de leche, algunas de las melodías que se bailaban en el club. El anciano se negó. Sólo tocaba música clásica. Entonces lo aplastaron con el vatiaje de un equipo de sonido, lo ignoraron y lo sacaron del círculo social, colocándole por ahí derecho el sobrenombre con el que de allí en adelante se burlarían de él: “No toco, no toco y no toco”.

A partir de ese instante, el pianista no fue más, sino una sombra perdida en un medio canalla de ignorantes y brutazos. Así lo encontré, relegado en el confín de la ignominia, rodeado de muebles inútiles y con la sola compañía de su música prodigiosa, como si esta fuera todo lo que necesitaba en la vida.