Hay corazones que les da tristeza, que les da tristeza, al llegar diciembre…Del vallenato Mensaje de Navidad, de Rosendo Romero.
Cuando Nuris Borrás me dijo que si la Navidad la ponía triste, y que ni siquiera salía a encender las velitas el ocho de diciembre, me sentí asombrado. Me sentí asombrado porque Nuris es tal vez el símbolo de la alegría navideña en toda la región. Con voz fina y expresiva, ella interpretó hace treinta años la canción que desde entonces le da la largada a la Navidad: Las Cuatro Fiestas.
Poco antes del siete de diciembre, con excepción de este año, en el cual los programadores radiales le han dado preferencia al adefesio de “Barranco”, la voz de Nuris Borrás comienza a anunciar las fiestas que se avecinan. Para muchos es imposible separar la Navidad misma, con su brisa salvaje, sus pavos gordos y su nuevo augurio, de la canción que interpreta Nuris Borrás. No digo un disparate cuando sostengo que asocio más la Navidad con Nuris Borrás que con Papa Noel. Al fin y al cabo, éste es una figura importada que anda por la nieve y que seguramente en Barranquilla se moriría de calor. Sin ofender muchachos que se ganan la vida en esta temporada, los Papa Noeles de Barranquilla son más bien raquíticos y estoy seguro que preferirían estar en un estadero bailando salsa que tratando de meterle cuento a los chiquillos con una risa que ni siquiera se parece a la del Papá Noel gringo.
En cambio Nuris, con la alegría que trasmite, es trópico vivo. Hay que oírla cantar: “Por la ribera se ven arbustos y cocoteros…” ¡Estamos en Navidad! Si yo fuera funcionario del Ministerio de Salud, de Comunicaciones, o de Colcultura, ya hubiera multado a los programadores por jalarle a la versión venezolana de “Barranco”. Por favor muchachos, saquen a Nuris de los armarios. Háganla sonar que buena falta está haciendo.
Decía que Nuris se pone triste en Navidad y como ella mucha gente. Explican ellos, los corazones melancólicos navideños, que la razón es muy sencilla: la Navidad les recuerda a su infancia. En cierto modo, digo yo acá dándomelas de sicólogo, la Navidad constituye un símbolo de la muerte de las ilusiones. Mucha de esta gente no ha vuelto a sentir ilusiones en la vida tan grandes como las que sentían en la infancia. Yo no los culpo. Fantasías como aquellas, muy pocas. Despertarse a la mañana siguiente, y encontrarse ahí mismo al pie de la cama con lo que ha dejado el Niño Dios, es algo muy grande. Así ese regalo sea un camioncito de madera, o una muñeca de trapo. Pasa la infancia y el Niño Dios no nos vuelve a visitar en la noche mágica del 24 de diciembre. Muchos corazones no resisten eso. Se quedan tristes en Navidad para toda la vida. Jamás salen de su viaje de nostalgia.
Yo tengo una segunda teoría. La del déficit de amor. Creo que en Navidad todo el mundo se confabula para pedir y desear amor. Lo hace la empresa privada en sus comerciales navideños. Lo hacen los medios de comunicación en sus titulares y noticias. Los hacemos nosotros mismos con las tarjetas que nos mandamos de un lugar a otro, hasta el punto de que el correo no da abasto en la temporada y termina uno recibiendo insólitas tarjeticas en medio de la frialdad de enero. En fin, lo hace todo el mundo y así el corazón se siente exigido a dar descomunales cantidades de amor; cantidades mucha más grandes que las que está en capacidad de dar. Esa impotencia para otorgar el sentimiento que la sociedad anda exigiendo convierte a muchos en corazones melancólicos. Son los mismos que se ponen a llorar y a los que hay que consolar en las fiestas con un aguardiente doble.
Yo, por fortuna, no tengo ese déficit, y hasta ahora el único que tengo es de otra índole: ¿Sí alcanzará la planta para tanto regalo?