Los documentos de archivo dicen que en 1599 la Corona española le entregó al cabildante Luis de Espulgas 4 caballerías de tierra en la isla de Barú y puso a su disposición 144 esclavos negros para que las explotara. Los documentos también dicen que dos siglos y medio después, el 7 de junio de 1850, los vecinos negros de la Parroquia de Barú compraron en conjunto 7 caballerías de tierra en la isla por 1.200 pesos al señor Manuel González Brieva, que terminaron de pagar el 16 de mayo de 1851.

Apenas dos días después de que cinco baruleros en nombre de toda la comunidad protocolizaron las escrituras de propiedad en la notaría de Cartagena de Indias, el presidente José Hilario López, estampaba su firma en la ley de abolición absoluta de la esclavitud en Colombia. Esa comunidad negra, descendiente de aquellos primeros esclavizados introducidos al territorio y de varios negros cimarrones que encontraron en la isla un refugio para sus pretensiones de libertad, había tenido la inteligencia –en la nueva coyuntura política nacional– de comprar un pedazo de tierra con el propósito de garantizar el porvenir de los suyos.

Los representantes de la comunidad, Pilar Cortés, José Antonio Medrano, José Liberato Barrios, José Higinio Villalobos y Francisco Gómez, ni siquiera sabían escribir su nombre y cinco testigos firmaron por ellos, pero tenían la absoluta claridad, y así quedó consignado en el documento, que la propiedad por ningún motivo podía ser dividida y que debía ser para el uso exclusivo de toda la comunidad de Barú: “Deseando el vecindario […] que las enunciadas tierras en ningún tiempo puedan pasar a ser propiedad particular, ni patrimonio de ninguna persona ni familiar”, dicen las escrituras.

Con el tiempo las cosas cambiaron. La voracidad acaparadora de los inversionistas que miran con recelo cualquier pretensión de uso colectivo de la tierra terminaron por acabar con aquella apuesta comunitaria. Luego de exprimir hasta el último territorio en la ciudad de Cartagena, los empresarios se frotaron las manos y trasladaron su lógica codiciosa hacia Barú. Hoy, más de 12 megaproyectos turísticos y portuarios se están llevando a cabo o se tienen proyectados a corto plazo en la isla.

Mientras tanto la gente es arrinconada en su propio espacio, y obligada a pagar los costos de unas inversiones hechas en su mayoría sin tenerlos en cuenta; cuyos beneficios poco o nada se ven en la comunidad. Cuando protestan, cansados de ver llegar un progreso que desprecia sus maneras de estar y entender el territorio, entonces aparece el argumento fácil, mezquino y racista que los ve como simples “negros ignorante y ociosos que se oponen al progreso”.

Por supuesto que los habitantes de Barú se oponen al progreso. Y sin duda lo seguirán haciendo, en tanto que la idea de progreso que tienen los nuevos colonizadores no los tenga en cuenta, no atienda sus necesidades y no respete sus formas de vida. Los baruleros están cansados de que se ofrezcan estos espacios como lugares vírgenes; paraísos de vegetación, playas, mar y corales, como si ellos, desde siempre, no hubieran estado allí, con el sol sobre sus cabezas en el ajetreo cotidiano de los trabajos y los días.

Al fondo el Estado, con su doble agenda, parece mirar complaciente. Por un lado alienta el discurso del reconocimiento y el respeto a las formas de vida de las minorías étnicas, y por el otro, estimula el apetito voraz de los grandes inversionistas que no tienen ningún reparo en llevarse por delante la memoria de una comunidad negra que hace 164 años soñó con un territorio libre y colectivo.

javierortizcass@yahoo.com