En un rincón del patio de la parroquia, el padre Cirilo Swinne dedica la madrugada al cuidado de sus espléndidas orquídeas, en lo que podría considerarse un milagro botánico: cultivar las llamadas “flores de la paciencia” entre la hostilidad del clima de Barranquilla.

La clave para que las exóticas flores surjan como surgen, espléndidas y robustas, es precisamente la dedicación del sacerdote holandés.

Pero hay algo más.

El padre Cirilo utiliza zapatos para que le sirvan de sostén a las flores. Son zapatos viejos que le regalan en el vecindario. Los que antes sirvieron para caminar, ahora sirven para que se sostengan ese par de deslumbrantes catleyas.

Es el mismo método que el astuto sacerdote y filósofo aplica para casi todo. Podríamos definirlo como una mezcla balanceada de malicia de la barriada barranquillera con la eficiencia general que ha llevado a Holanda a convertirse en uno de los países con mejor nivel de vida en el mundo.

Pero ni el padre Cirilo, ni el padre Humberto Van Neerven, ni el padre Leonel Cassalet, ni la religiosa María Poulisse están en su hermoso país europeo disfrutando de las maravillas de su civilización. Ellos están en un barrio pobrísimo de Barranquilla, continuando con una tradición que acaba de cumplir veinticinco años.

La tradición se puede resumir de una manera muy sencilla: sacerdotes holandeses vienen de lejísimo a ayudar a los pobres de Barranquilla; a brindarles excelente salud básica a precios irrisorios; a impartirles educación gratuita desde la edad preescolar hasta el último año del bachillerato; a enseñarles a construirse sus casas y a venderles los materiales de construcción a precios rebajados; a darles trabajo a los limitados físicos; a revitalizar a sus niños desnutridos; a predicarles la palabra de Dios de la manera en que siempre se debe predicar la palabra: diciéndoles que la superación personal agrada al Señor.

Todos los servicios, y muchos más que no caben en esta pequeña columna, se prestan en el gigantesco complejo que los religiosos Camilos han levantado en el barrio La Paz. Allí funciona un inmenso Centro de Salud de dos plantas, donde una madre puede parir con todas las condiciones y hasta con aire acondicionado. Funciona también el Centro Comunitario, recién inaugurado y donde funciona un colegio elemental, una biblioteca, una fábrica de materiales para la construcción y hasta una especie de club social para que los viejitos del sector se pasen el día y recuerden viejos tiempos. En los alrededores de estos dos inmensos edificios de ladrillos rojos funcionan además casas pequeñas donde los niños desnutridos reciben una atención de primera calidad, donde se les regalan 120 almuerzos diarios a los indigentes del sector, donde funciona también un mercado comunitario y donde se educa a los niños especiales. No lejos de ahí, en el barrio Ciudad Modesto, los sacerdotes Camilos, en asocio con la comunidad, han puesto a andar un maravilloso colegio público en el que se hace énfasis en la ecología y en la microindustria. Y está la iglesia, desde luego la Parroquia de San Pablo, donde todo comenzó hace tres décadas.

El padre Víctor Tamayo fundó la parroquia en una casita humilde, donde hasta ese momento había funcionado nada más y nada menos que una casa de citas. Al enterarse de que lo que estaba bendiciendo el día de la inauguración era lo que era, el arzobispo de entonces, monseñor Germán Villa Gaviria, dijo: “A esto hay que echarle bastante agua bendita…”

Y como que se la echó porque un tiempo después la parroquia cayó en manos de la comunidad Camila, que había venido de Holanda con la sola idea de trabajar por los pobres. Con más pinta de actor de Hollywood que de misionero, el padre Humberto Van Neerven acepta que si se hubiera quedado en Holanda su nivel de vida sería mejor. “Pero aquí todo es más fácil. Es tan simple como decir ·no hay salud· y por lo tanto hay que construir un centro de salud”, dice el sacerdote, con un español barranquillerizado al que solo lo traicionan las “erres” del holandés.

A su vez, el padre Cirilo, que es el filósofo del grupo, aplica en todo, a manera de paradigma, su método de los zapatos viejos para sostener las orquídeas. Los finos escritorios de la biblioteca, así como la estantería de los libros, los sacó del depósito de las extintas Empresas Publicas. Las vigas que sostiene el Centro de la Tercera Edad pertenecieron al Hospital General de Barranquilla antes de que a este lo remodelaran. Hoy, cuando curiosamente el Hospital tiene graves problemas locativos, las viejas vigas cumplen su función a cabalidad. “Así como los materiales se reciclan, los seres humanos pueden también ser reciclados y convertirse en gente útil para la comunidad”, dice el padre Cirilo, en una de las frases que más me han impresionado en mis 34 años de vida.

Alguien me pregunta después de conocer la labor de los sacerdotes Camilos: ¿Por qué hay gente que viene de tan lejos a trabajar por nuestra sociedad, y en cambio nosotros no hacemos nada?

Yo le respondo que tiene toda la razón.