Cuanto más distantes nos encontramos de esta patria chica, que también ostenta los románticos nombres de La Puerta de Oro de Colombia y el no menos inspirador de los poetas La Arenosa, más emotivas son las reminiscencias que estremecen nuestro sistema sensorial: la frescura de los alisios decembrinos, los incontables episodios de nuestra fugitiva juventud, y la etapa que ahora pujamos para retenerla, mantienen vivo el cordón umbilical del hijo con su madre tierra.

Muchas costumbres de antaño, en particular las de puertas para adentro como la lectura en familia, los juegos de mesa y las visitas de vecinos y familiares han desaparecido, víctimas de la televisión y del monstruo de mil cabezas, la tecnología, inmersa en las redes sociales, en los mensajes de texto y en el chat.

Así mismo, las costumbres de puertas para afuera, las periféricas, han sido enfrentadas a la modernidad de la megápolis, como las aguas de los ríos que se mezclan con las poderosas del mar, en aras de la supervivencia, pero que tarde o temprano terminan siendo engullidas por su magnificencia.

No obstante, algunas tradiciones siguen vigentes, como las reuniones de grupos de amigos los sábados o domingos en las tiendas de barrio mitigando el tórrido calor con las refrescantes cervezas, y los paseos a las playas de Salgar, Pradomar y Sabanilla, para disfrutar de un mar canoso y de mal carácter, mientras se cumplen las expectativas de una crocante mojarra, de unas fosfóricas huevas de pescado o de un delicioso arroz con chipichipi.

Así mismo, en algunos sectores de la ciudad, prevalecen las mecedoras en las puertas de las casas como pequeñas atalayas para ver pasar peatones y transeúntes; las distancias cortas que permiten cumplir con un apretado horario de actividades en menos tiempo que en otras ciudades, haciendo más productivo el día; la camaradería sobre ruedas que hace fácil el desordenado y congestionado tráfico vehicular; la familiar comunicación con los vecinos del barrio y el cruce de saludos entre amigos mientras el semáforo cambia de color.

Persisten también en nuestras calles el pregón de los vendedores de aguacate, piña, plátano, mango y butifarra; el afinador, el comprador de artefactos domésticos dañados, el mercader puerta a puerta, las parejas de cristianos que ofrecen la salvación de las almas y otros personajes más de nuestro exclusivo ambiente de pinceladas costumbristas y folclóricas.

Pinceladas que no pasarán, que llevaremos siempre en la carga emocional de nuestro equipaje de viajeros por mucho que nos alejemos de la entrañable Arenosa.

Aun así, echo de menos las ventas de queso criollo en los parques, las naranjas y su jugo en vasos desechables. Me hacen falta las arepas de huevo, los buñuelos, las empanadas a la vuelta de la casa, los guandules, los cocteles de mariscos y las muelas de cangrejo.

Añoro ver la profusión de luces y colores de las decoraciones de los jardines de casas y edificios que le dan a la ciudad el marco de la magia navideña en épocas decembrinas, mientras bajo el cielo estrellado aparecen las multifacéticas luces artificiales que llenan de asombro las retinas de niños y adultos.

...Y poder seguir leyendo las tiras cómicas de EL HERALDO, a las que solo les faltan las de Superman, Benitín y Eneas, Dick Tracy, El Fantasma y Mandrake.

He aprendido, por cosas divinas del destino, que cuando estoy lejos de mi Barranquilla, más cerca está de mi corazón.