La tristeza es una canoa encallada pudriéndose en un terreno polvoriento donde antes hubo agua. Desde hace tiempo las casas de madera, alzadas sobre pilares en Trojas de Cataca, un pueblo ubicado a la orilla de la Ciénaga Grande de Santa Marta, en la desembocadura del río Aracataca, esperan el agua que nunca llega.
Hoy, el río confluye con la ciénaga a través de un cauce interrumpido de aguas pútridas en donde pequeños peces dan bocanadas buscando oxígeno, y otros tantos flotan expuestos al sol con el estómago a punto de reventar. De las 185 viviendas pintadas con vivos colores que conformaban el pueblo, solo quedan unas cuantas casas maltrechas.
Los pocos habitantes que se quedaron después de la masacre paramilitar ocurrida hace 16 años, recuerdan que en lo que ahora son senderos enmontados y llenos de tierra, había abundante agua para el tránsito de embarcaciones de todos los tamaños. Trojas de Cataca, cuyo mayor atractivo y riqueza arquitectónica era ser uno de los pueblos palafitos de la Ciénaga, ya no lo es.
En la actualidad, los pescadores que viven más retirados de la orilla de la ciénaga –como en Fiztcarraldo, la película de Herzog–, deben arrastrar sus embarcaciones por la maleza en busca del agua. Pero no ha sido la ira de Dios –para hacerle eco al título de otra película de Herzog–, lo que ha generado esta tragedia humana y ambiental. Tampoco ha sido el calentamiento global; y estaríamos expiando de culpas a los verdaderos responsables, si atribuyéramos la dramática situación únicamente al fenómeno climático de El Niño.
El 22 de noviembre del año 2000 los paramilitares llegaron al pueblo, sacaron a los habitantes de sus casas, los concentraron en la escuela, y allí, delante de todos, masacraron a cuatro pescadores acusados de ser colaboradores de la guerrilla.
Aproximadamente 250 familias abandonaron el lugar después del trágico suceso. Entre eso y la ostensible pérdida del cauce del río Aracataca debido a la monopolización del agua por parte de los empresarios propietarios de las plantaciones de palma, el pueblo agoniza.
El agua, que debería llegar para mover las canoas y la vida, se queda en los cultivos de palma. Mientras tanto, la Corporación Autónoma Regional del Magdalena (Corpomag), entidad que debería velar por la sostenibilidad ambiental, no ejerce los controles necesarios, y sus directivos, –según afirman personas de la región– o son familiares o aliados políticos de los plantadores, o se han enriquecido a punta de sobornos obtenidos por dejar de cumplir con sus funciones. Se ha dicho, incluso, que el Alcalde del municipio de Pueblo Viejo (Magdalena) –al que pertenece el corregimiento de Trojas de Cataca–, fue amenazado cuando intentaba indagar por el control de las aguas del río que ejercen los palmeros desde hace tiempo.
Aquí, lastimosamente, no solo se generó un daño ambiental de proporciones alarmantes, también se acabó con la identidad de un pueblo que caminaba sobre el agua.
javierortizcass@yahoo.com