Si la profesión más antigua del mundo es la que es, el tema del vino y de sus efectos es materia bíblica. El pasaje de uno de los patriarcas de la época del que se burlaron sus hijos por haberse quedado dormido después de unas copas de más es quizá el primer testimonio de las consecuencias de una borrachera. De ahí en adelante el trago hace parte testimonial de la vida de los hombres.
Pasaron los tiempos, la humanidad siguió consumiendo alcohol y fueron apareciendo licores de distintos orígenes y denominaciones, hasta que hoy se volvió motivo de distinción el saber escoger la bebida apropiada de acuerdo a la hora, sitio y circunstancias. Hay expertos que solo toman tragos blancos de día y oscuros cuando entra la noche, o le ponen hielo a lo que aparezca aunque estén a 2 grados bajo cero. Entre gustos y colores no discuten los doctores, pero sí a los que estamos en un eterno maridaje con el licor nos ha llevado la experiencia a ser selectivos en el consumo.
Cuando me inicié en las recomendaciones de Baco, acudí al Ron Blanco o al Tres Esquinas; no tenía opciones, el bolsillo no daba para más y solo cuando asaltábamos el bar de mi papá, o el de los papás de mis amigos, tenía la oportunidad de probar otros tragos. Con el tiempo pude gastar en Whiskey de 12 años, y me acomodé al viejito Parr hasta que, por motivos de salud, me inicié en el consumo de ron. Una bebida caribeña con fondo en la caña de azúcar, que se desarrolló gracias a los piratas, buenos y malos, que en sus refugios de islas escondidas continuaron mejorando roneras en las que de verdad añejaban melazas de caña que, complementadas con barriles de buenas maderas, daban resultados de verdadera perfección.
Conocí el ron popular cubano que el régimen mantuvo barato; exploré el sabor de los dominicanos, venezolanos, jamaiquinos, guatemaltecos, en fin. Me di cuenta de que todos las regiones del Caribe producen muy buenos rones. Hay de todos los gustos, denominaciones, colores y contenido alcóholico, pero casi todos son agradables, paliativos y de buen mañana. Por supuesto que tengo preferencias, y de acuerdo con los expertos, los rones nicaragüense son especiales, los jamaiquinos fuertes y perdurables; los venecos se destaparon, y con viejas roneras y buenos alcoholes se pelean el mercado; repito, hay para todos los gustos. Las buenas cosas se disfrutan, más cuando necesitan tiempo para llegar a su punto y entendemos el arte de ir despacio. Por eso no cambio un Zacapa 15, seco y a sorbos; un Flor de Caña con un tris de hielo; un Pampero al que ojalá no se lleve por delante Maduro, o un Viejo de Caldas especial que, desafortunadamente, es de colección.
En los mejores bares del mundo encontramos rones que están a la altura de ginebras, vodkas o whiskeys; la gente los aprecia, les gustan y ya los prefieren. Mientras, yo los sigo disfrutando y veo sin envidias cómo la gente no es capaz de ofrecer en fiestas y recepciones elegantes un buen ron que todavía, al igual que un rico arroz de lisa o una apetitosa carne en posta, son mirados como platos y bebidas medio corronchas. Yo, por mi lado, aplaudo y grito en público: ¡Qué viva el ron!
fernandoarteta@gmail.com