Desde hace mucho en América Latina se justifica la permanencia de funcionarios públicos en posiciones importantes, si muestran obras, aunque roben, y la razón que se aduce es que muchísimos más simplemente roban.

Parece mentira, pero esta absurda posición ha hecho carrera especialmente en aquellas sociedades donde la corrupción ha llegado a niveles aberrantes. Por mucho tiempo se creyó que esta absurda resignación era propia de algunos países de la región que han tenido una larga historia de gobernantes que entraban pobres a posiciones importantes y salían inmensamente ricos. Esa tolerancia con la malversación de fondos públicos, sin duda ha contribuido a los altísimos niveles de enriquecimiento, aparentemente lícito, que aparecen ahora no sólo en América Latina sino en el mundo en general.

Es tan grave este mal uso de los dineros públicos, que en muchos países de nuestra región se reconoce que los grandes capitales de personajes que hoy llenan las listas de los súper poderosos del mundo surgieron de dineros públicos que han sido capturados por individuos muy listos, o que se han generado como resultado de privilegios otorgados desde el Estado a unos individuos escogidos a dedo. Este es el caso de muchas privatizaciones de bienes y servicios públicos que se entregaron a personas que los convirtieron en monopolios privados. Y así, quién no se enriquece.

Se ha empezado a escuchar en Colombia, especialmente en la Región Caribe pero no sólo aquí, que si un funcionario del Gobierno nacional, regional o local muestra resultados y realiza obras, no importa que robe o que deje que el circulo que lo rodea lo haga. Es decir, se juega con esa moral relativa que han tenido ciertos funcionarios, y que consiste en que personalmente se muestran impecables, pero dejan que quienes lo rodean hagan ferias y fiestas con las oportunidades de negocios que se conocen en el Estado, o que directamente se beneficien de fondos públicos.

Esa idea en una sociedad como la colombiana, en la que se sigue pensando que la Ley es para los de ruana –aceptar la mala conducta directa o velada de muchos–, es una amenaza inmensa para el período que esperamos sea pronto una realidad: el largo y difícil camino del posconflicto. La economía, al menos en el mediano plazo, no ofrecerá muchas posibilidades, pero siempre el Estado manejará mucho más recursos que empresas o individuos.

Puede sonar apocalíptico, pero si hace carrera la idea de que si un funcionario es eficiente no importa que robe, más temprano que tarde la concentración de privilegios en pocas manos será el fin de la esperanza de quienes sueñan con que las próximas generaciones enfrenten una vida más fácil que la que nos ha tocado a nosotros. Se trata del presente y el futuro de nuestros hijos y nietos, de manera que debe tocarnos el alma quedarnos en la cómoda posición de que si un miembro del Estado roba pero hace, todo bien, como dice el Pibe.

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