La primera vez en mi vida que escuché la expresión “reforma agraria” contaba nueve años, y la oí en una televisión de la sala familiar donde se veía a Carlos Lleras Restrepo hablando de ella para espanto de la oligarquía colombiana, que, con ignorante paranoia, siempre ha visto asomado por todas partes el fantasma comunista. Y no solo por estos lares, ese miedo ha sido visceral en todos los sectores reaccionarios de América Latina, hasta el punto que uno puede leer en una novela de Sábato que un personaje de la élite porteña dice, con tanto humor como estupidez: “Si viene el comunismo, yo me voy para la finca”. Pero es un pánico tan irracional e inconsciente como todos.
Salir de un modo de producción feudal, como el que todavía impera en la mayoría del campo colombiano, no es una medida propia del comunismo, sino del capitalismo en pleno proceso de desarrollo. Lleras Restrepo, en ese orden de ideas, no seguía precisamente a Marx o a Lenin, sino al legado que recibió de la Cepal, orientada bajo los principios del economista inglés John Maynard Keynes, quien proponía un modelo de reforma agraria desarrollado por aportes fiscales de los grandes propietarios de tierras. Como acertadamente ha señalado Carlos Villamil, quien trabajara con Lleras en el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, Incora, si se hubieran seguido las políticas planteadas por el presidente liberal no poca hubiera sido la sangre que se habría ahorrado este país en los últimos cincuenta años de violencia. Pero, como siempre, a los señores feudales criollos les faltó grandeza, generosidad y visión de la historia.
Nada de eso hemos conseguido en este país medieval. Como reza el cartel de Santa Lucía, Atlántico: “Bienvenidos a Nopasaná”. Colombia posee más de un millón de kilómetros cuadrados de tierras, es decir, unas cien millones de hectáreas, donde cuarenta y tres millones de ellas están disponibles para la agricultura. Es un país agrario, pero solemos olvidar ese pequeño detalle. Más aún en nuestra región, donde el discurso, ya esnobista y aburridor, sobre el Mar Caribe nos ha hecho pasar por alto, de una manera culposa, el poderoso “hinterland” –Barranquilla no solo le dio la espalda al río, también a su región interior–, la extensa tierra interna que nuestros siete departamentos abarcan. La Costa Caribe tiene más de trece millones de hectáreas concentradas, aunque las cifras varían según los departamentos, en una vergonzosa minoría de propietarios, a veces ni llega al uno por ciento de la población. Y después hablamos de paz.
Juguemos nuestro destino como sociedad al azar y sigamos pensando que la paz depende de otros, de individuos, no de complejos procesos sociales que es obligación de todos contribuir a diseñar, entre otras cosas, porque ese es el único y verdadero camino hacia la esperanza de alguna vez tener un país en paz para todos, sin bancadas liberales ni conservadores, sin alianzas de espanto entre seres oscuros que usufructúan las angustias y miserias del atraso. Porque la tierra no es de ningún Marqués de Carabás, sino de los campesinos que la trabajan, si los dejan.
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