Temas tan trascendentales como lo son el plebiscito y la educación deberían estar sujetos a debates profundos y rigurosos, pero se ven opacados por el cruce de insultos en la arena política. Por eso me lamento de que cada día nos hundimos más en el agujero negro de la polarización dentro de nuestra sociedad, donde diferentes bandos satanizan a la contraparte sin ningún interés por encontrar un punto medio. Vemos entonces al expresidente Gaviria acusando al Centro Democrático de usar “prácticas fascistas”; al expresidente Uribe acusando al presidente Santos de castrochavista, aliado del terrorismo y un sinfín de exageraciones; a la ministra Parody tildando al procurador de mentiroso, y al procurador devolviéndole la misma ofensa.
No me interesa discutir si estos insultos son justificados o no, ni quién tiene la razón. Lo que es digno de resaltar aquí es el uso desproporcionado de ofensas e improperios donde se deberían estar dando debates del más alto nivel. Los desacuerdos son naturales en una democracia y se deberían reconocer como tal, pero eso no es lo que estamos viendo en la Colombia política. Por lo contrario, se recurre a insultos y acusaciones sin fundamento para deslegitimar a la contraparte, relegando el respeto, la tolerancia, y el debate moderado a un segundo plano.
Decía Winston Churchill que “la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás”. Lo bello – y frustrante– de la democracia es ese proceso permanente de discusión y debate en el que estamos obligados a considerar la opinión de los demás, ponernos en su posición y tratar de balancear los diferentes puntos de vista para, conjuntamente, lograr objetivos. Y si verdaderamente queremos convencer a los demás de que nuestro punto de vista es el correcto, debe ser a través de debates y argumentos contundentes. Sí, es un sistema imperfecto, pero es lo mejor que tenemos. El mismo Churchill describió la democracia como “la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que se han intentado en su momento.”
Es por eso que la degradación de los discursos políticos –aquello que estamos viviendo en Colombia ahora mismo– es preocupante. Las implicaciones de la terquedad y de la soberbia de nuestros dirigentes son profundas, pues desatan una reacción en cadena; el constante flujo de insultos e improperios aumenta considerablemente la polarización dentro de nuestra sociedad. Una polarización así de profunda obstaculiza la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo, pacto o consenso. La falta de consenso dificulta la implementación de políticas públicas efectivas y la falta de efectividad en las políticas mina la confianza ciudadana en sus dirigentes y, más ampliamente, en la democracia. Es así como se le abren las puertas a los totalitarios y a los intolerantes, como le ha pasado a Estados Unidos con Trump.
Y esto no es un asunto de poca monta. No es coherente que, al mismo tiempo que la sociedad clama por la paz, los políticos que elegimos se la pasen en una confrontación permanente. En un momento tan trascendental como lo es el plebiscito, hagamos un llamado al respeto y a la tolerancia, pero más importantemente, a la bacanería, definida como “un actuar elegante, ético y decente”. Una paz duradera no se construye solamente en el monte y en los rincones alejados del país. ¡Sí a la paz en los pasillos del Congreso y en el Palacio de Nariño!
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