Las obras artísticas existen, y se exhiben, para que el espectador las vea, las sienta, las piense y dialogue con ellas, no para que caiga rendido a sus pies debido a la fama o el prestigio de su autor. Esa es una idolatría tan vana e inútil como cualquier otra. La obra cuestiona para ser cuestionada. Mucho más los monumentos públicos –expresión que constituye toda una redundancia–. Comentar un monumento es actualizarlo, impedir que muera en el olor de la ignorancia, labor que en Barranquilla jamás se ha realizado. Me acojo a ese civil derecho. Aquí adoramos, u odiamos, pero rara vez pensamos, mucho menos en arte.

Observé el mural cuando fue trasladado a la Aduana, en 1994, y me pareció espantoso. Perdido en el espacio de la composición insípida, desganada, bajo la coacción del tema, como toda obra de circunstancias, no revelaba el poder creativo, personal ni novedoso de otros trabajos de Obregón. Era, y es, una mala copia de Picasso. Sé que a muchos debe parecerles una blasfemia esa opinión de una mirada que se aventura crítica. Hablo, por supuesto, del mural Simbología de Barranquilla (1956), del maestro Alejandro Obregón. Y fresco, lector, sin inquisiciones, sigamos ahora con la pintura al fresco.

De la manera más elemental, en tono de cartilla, hay que decir que es aquella técnica pictórica que se ejecuta, sobre techos o paredes, con colores disueltos en agua de cal. El mayor enemigo de la pintura al fresco es entonces la luz. Si Miguel Ángel hubiese pintado sus maravillosas escenas de la Capilla Sixtina, no en un espacio cubierto, sino en algún muro exterior del Vaticano jamás habrían sobrevivido hasta el día de hoy. El dios sol, Helio o Apolo, se las habría devorado, tal y como Saturno devoraba a sus hijos. La misma suerte habría esperado a los murales de Goya en la ermita de San Antonio de la Florida, a los de Pompeya, a los de las Cuevas de Altamira. Los persas también sabían de eso, pero por aquí nanay cucas.

En ese orden de ideas habría que anotar que los dos murales franceses del Banco Dugand, que también se encuentran en La Aduana, hechos con cristales coloreados, son mucho más idóneos para ser colocados al aire libre que el mural de Obregón, que ha sido y seguirá siendo restaurado, como en el cuento del gallo capón, infinidad de veces porque, cual Ícaro, tiene las alas expuestas al sol, que siempre habrá de quemárselas, implacable y didáctico, como muy bien debe saber el restaurador mexicano Rodolfo Vallín, quien ha tenido ante sí una tarea digna de Sísifo.

Nos encanta inventar genios. Pero Obregón era bueno para los tramojazos de color sobre el lienzo y las anécdotas chuscas. Se cuenta, por ejemplo, que cuando realizaba el mural que ha dado pie a esta columna ciertos espectadores, debido a su presencia foránea, se preguntaban si sería un gringo. El maestro fue a tomarse una cerveza, momento que los inoportunos testigos aprovecharon para volcarle un pote de pintura. Cuando regresó, Obregón dijo: “¿Quién fue el hijueputa que me derramó la pintura?”, ante lo cual la audiencia concluyó: “!Ajo, es barranquillero!” Pero no lo era, tampoco muralista.

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